XIII - La reina guerrera

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El compartimento de pasajeros del avión parecía más bien una cuadra. Las azafatas recolocaban el equipaje «de mano» entre zarandeos bruscos y bromitas de mal gusto. El Boeing 747 se había transformado de avión de pasajeros a una mezcla de trasto volador, que transporta chatarra, y paseador de pintorescos personajes sacados de un comic de mal gusto.

Al 747, yo le quitaba un dos, o un tres de puntuación y se quedaba en 744. Y eso siendo benevolente —dijo Hiro, cuando aterrizaron en Namibia.

No había sido la mejor idea de Ryo, pero tampoco lo había meditado demasiado. Las conservas de la mochila de Tom, dos de atún, una de almejas y tres de hígado de vaca, rodaban por el pasillo hasta acabar en un hueco cerca de la salida de emergencia, por encima del ala derecha. Se retiraron ocho filas de asientos para crear lo que Ryo denominó como «área de almacenaje de emergencia» que, en definitiva, era donde todos soltaron el equipaje al regresar de la acampada. Las azafatas decidieron desprenderse de su peripuesto uniforme de trabajo y vestir con ropas más apropiadas para la ocasión: vaqueros elásticos, camisas finas con lentejuelas y deportivas de la marca de la flecha torcida y del cocodrilo que siembre jadea con la boca abierta.

—¿Qué era eso que decías sobre la reina? —preguntó Eva—. Por lo que yo sé, a las mujeres no se les tenía en muy alta estima por aquel entonces.

—Y no te equivocas —contestó Alejandro—. Cuando hablamos del año 1200 a. C., sin duda se trataba de una extraordinaria proeza, una excepción. Ella era la tercera esposa del rey Wuding, aunque la más amada y venerada de todas. Formaba parte del consejo, actuaba como embajadora, convocaba a los espíritus y hasta capitaneó el ejército. En su tumba encontraron vasijas y armas de bronce, jade, esclavos decapitados, conchas del Mar de China y toda clase de riquezas que correspondía a una gran reina; la mayor de su época...

*

Año... 1218 a. C.

Fu Hao, la reina guerrera, se preparaba para leer los garabatos en el caparazón de la tortuga que albergaba los secretos de la victoria y de la derrota. Durante la noche, sacrificarían a veinte hombres en honor a los dioses y, una vez más, resultaría invencible. Los comparecientes, generales, ministros, oficiales y el rey, no dejaban de beber vino de arroz mientras la reina se contoneaba al ritmo del humo del bambú quemado, junto a los meneos de la tela roja que ejercía de techo improvisado. Se encontraban en plena campaña. Al día siguiente deberían enfrentarse a quince mil cucarachas que merecían ser aplastadas con la mayor ferocidad. A Fu Hao sólo le hacían falta diez mil hombres. Los generales no comentaban nada mientras empinaban el codo con dificultad, por culpa de la maldita armadura de ceremonias y de la vejez que con cierta parsimonia les reconcomía por dentro. Ya habían presenciado antes las gloriosas victorias de su reina enfrentándose a lo imposible y saliendo siempre airosa. Su rey la amaba con todo su corazón. Amaba sus gestos, su mirada, y a los hijos que le daba, pero sobre todo amaba la confianza que poseía y sus victorias. El imperio era invencible.

Los cascos adornados de plumas y las espadas enverdecidas por el moho del bronce se amontonaban a decenas frente a las tiendas de campaña. Los sacos de arroz apestaban a rancio, pero aún eran comestibles. Las canciones sobre hogares olvidados, y doncellas desvirgadas, y caballos terciopelados, y rostros de familiares difusos acariciaban las gargantas de los soldados que, con una sonrisa triste y un palo para atizar el fuego, apuraban el tiempo cuando no mataban hombres. La reina siempre llevaba consigo una peineta que resultaba demasiado simple a los ojos de sus sirvientes. A menudo los soldados la observaban mientras se ocultaba en los espesos bosques, desapareciendo de repente mientras acariciaba la peineta con vehemencia y obsesión. Pasados unos minutos, la veían regresar contenta y a veces hasta benevolente. Era el momento perfecto para que los soldados que se encontraban cerca de ella le pidieran una jarra de vino de arroz y que con mucho gusto los complacía. Las noches de luna llena agradaban a la reina.

Durante esas noches, el vino fluía desmesuradamente y la comida para los invitados tampoco faltaba. Los vasos de bronce, con sus cabezas de caballos en los mangos y los relieves de estrellas y líneas onduladas, nunca estaban vacíos. Los artesanos nacían de padres maestros y engendraban artesanos aún mejores, consiguiendo con el paso del tiempo alcanzar la perfección. Fundieron el cobre con estaño y plomo, mejorando la fabricación y moldeando obras de arte de incalculable valor. Lo que no sabían los regentes de la dinastía Shang, era que esos tesoros de tan estimada belleza les envenenaban lentamente pudriéndoles las entrañas y oxidándoles las gargantas. El vino de arroz relamía la superficie del metal y absorbía parte del plomo que a su vez se mezclaba con la sangre hasta provocar ceguera y, al final, la muerte...

... el presente...

*

—... Y así es como una mujer gobernó en tiempo de hombres —contaba Alejandro—. Lo irónico fue que, en vez de morir en manos de los millares de enemigos que la acechaban, tanto en el campo de batalla como en los momentos de intimidad, la ignorancia resultara ser el mayor enemigo de todos. ¡Mira que envenenarse por ingerir plomo!

—El plomo mata —replicó Tom—. No lo dudo. Aunque a veces tengo que disparar más de una vez.

—¿Qué se puede esperar de un hombre de cien kilos armado con un cerebro de mosquito? Chistes superficiales y comentarios sin sentido.

—Déjalo estar, Alejandro. No empieces de nuevo con el poder de la mente y con el resto de tu repertorio. Ya lo conocemos —dijo Hiro.

—Perdona que te lo diga, pero todos sabemos que es cierto. La mente prevalece sobre el cuerpo y...

—¡Que lo deeeejes!

Eva besó al indignado erudito y le quitó uno de sus libros para entretenerse. Él le sonrió con un tono picante y se ensimismó como de costumbre. Las nubes de algodón se dirigían hacia un punto en el horizonte aún por definir y el mundo, junto con todas sus complejidades y banalidades, rotaba sobre su eje sin detenerse y sin mirar hacia atrás. Las bolsas de aire caliente que sacudían el avión ya no molestaban a sus pasajeros, sino más bien les mecía desapaciblemente, induciéndoles a un estado de sueño que pocos serían capaces de conciliar.

*

En alguna otra parte...

—El avión despegó esta mañana.

—¿Y hacia dónde se dirige?

—Según dijo el piloto, se van a China.

—Perfecto... todo va según lo planeado —contestó la espesa voz.

—¿Y mi dinero?

—Lo tendrás tan pronto aterricemos y compruebe que no me has tomado el pelo.

—Pero, señor, le aseguro que os digo la verdad.

—En tal caso no tienes nada de qué preocuparte.

Las noches en Namibia se refrescaban a base de cerveza fría y pinchitos de carne frita acompañados con frutos confitados y espolvoreados con azúcar glas. El partido de fútbol que retransmitía la tele no parecía interesarle mucho al guardia nocturno, puesto que ya lo había visto el día anterior.

Ya no saben qué más poner para rellenar los huecos de la programación, pensó.

Se levantó para coger otra cerveza y dos disparos, certeros y huecos, lo silenciaron para siempre.

El juicio de los espejos - Las lágrimas de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora