CAPÍTULO XXI. LA ESCUELA

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ABANDONÉ Horton Lodge y me reuní con mi
madre en nuestra nueva vivienda de A-. La
encontré bien de salud, resignada de espíritu e
incluso animada, aunque apaciguada y sobria en
su porte general. Sólo teníamos a tres internas y
media docena de externas para empezar, pero
con la debida solicitud y diligencia esperábamos
aumentar pronto el número de ambos grupos.
Me puse con la energía necesaria a cumplir
con las obligaciones de este nuevo estilo de vida;
lo llamo nuevo, porque verdaderamente había
bastante diferencia entre trabajar con mi madre en
una escuela propia y trabajar como asalariada
entre extraños, despreciada y pisoteada por
mayores y jóvenes; y durante las primeras
semanas no era en absoluto desgraciada. «Es
posible que nos volvamos a encontrar» y «¿Tiene
importancia para usted que lo hagamos o no?».
Aquellas palabras todavía sonaban en mis oídos y
descansaban en mi corazón: eran mi solaz y
apoyo secretos.
«Lo volveré a ver. Vendrá o escribirá.» Ninguna
promesa, de hecho, era demasiado brillante o
demasiado extravagante para que Esperanza me
la soplara al oído. No me creía ni la mitad de lo
que me contaba; fingía reírme de todo ello; pero
era mucho más crédula de lo que imaginaba yo
misma; si no, ¿por qué se me sobresaltó el
corazón cuando oímos una llamada a la puerta y
la criada, que la había abierto, acudió a decirle a
mi madre que un caballero deseaba verla? ¿Y por
qué estuve de mal humor el resto del día, porque
había resultado ser un profesor de música que
venía a ofrecer sus servicios en la escuela? ¿Y
qué fue lo que me dejó un momento sin aliento,
cuando, tras traer el cartero un par de cartas, mi
madre dijo: <Toma, Agnes, ésta es para ti»
mientras me lanzaba una? ¿Y qué fue lo que hizo
que la sangre se me subiera a la cara cuando vi
que la letra era de un hombre? ¿Y por qué... oh,
por qué cayó sobre mí aquella sensación fría y
nauseabunda de decepción cuando rompí el sobre
y descubrí que sólo era una carta de Mary en la
que, por algún motivo, su marido había escrito las
señas?
¿Habíamos llegado, pues, a esto, a que me
sintiera decepcionada al recibir una carta de mi
única hermana, porque no la había escrito un casi
desconocido? ¡Querida Mary!, que me había
escrito con tanta amabilidad, creyendo que me
alegraría de recibirla... ¡No era digna de leerla!
Y creo que, en mi indignación contra mí misma,
debería haberla apartado hasta que hubiese
conseguido tener mejor estado de ánimo y fuese
más merecedora del honor y el privilegio de su
lectura; pero mi madre estaba allí deseosa de
saber qué noticias contenía; así que la leí y se la
pasé a ella, y después fui al aula para atender a
las alumnas; pero entre los cuidados de la
caligrafía y la aritmética, en los intervalos entre
corregir un error aquí y reprender descuidos allá,
para mis adentros me regañé a mí misma con
severidad mucho más estricta.
«Qué tonta debes de ser», dijo mi cabeza a mi
corazón, o mi yo más estricto al más blando,
«¿cómo pudiste soñar que iba a escribirte a ti?
¿Qué motivo tienes para semejante esperanza, o
para creer que vendrá a verte, o se preocupará
por ti, o siquiera pensará otra vez en ti? ¿Qué
motivo...?», y entonces Esperanza me puso
delante aquella última entrevista breve y me repitió
las palabras que yo había de guardar como un
tesoro en la memoria.
«Bien, y, ¿qué significa eso?... ¿Quién colgaría
sus esperanzas en una rama tan frágil? ¿Qué
había en aquellas palabras que cualquier conocido
no pudiera decir a alguien? Por supuesto que era
posible que os volvierais a encontrar; podría
haberlo dicho aunque tú te fueras a Nueva
Zelanda; pero no implicaba ninguna intención de
volverte a ver. Y en cuanto a la pregunta siguiente,
cualquiera podría hacerla. ¿Y qué contestaste tú?
Simplemente con una respuesta tonta y vulgar, tal
como hubieras contestado al señorito Murray o a
cualquier otro con el que estuvieras en
razonablemente buenas relaciones.»
«Pero luego», persistió Esperanza, «están el
tono y la forma en que habló».
«¡Oh, eso son tonterías! Siempre habla de
forma grandiosa, y en aquel momento las Green y
la señorita Matilda estaban delante, y otra gente
pasaba, y se vio obligado a ponerse muy junto a ti,
y hablar en voz muy baja, si no quería que todo el
mundo oyera lo que decía, lo cual, aunque no
tenía nada de particular, por supuesto él preferiría
que no.»
«Pero después, sobre todo, la presión
marcada, aunque suave, de la mano, que parecía
decir, "Confió en mí" y muchas más cosas,
demasiado deliciosas, casi demasiado
halagadoras para repetirlas siquiera para ti
misma.»
«¡Tremendo disparate!, demasiado absurdo
para necesitar contradicción... meras invenciones
de la imaginación de las que deberías
avergonzarte. Si te parases un momento a considerar tu exterior poco atractivo, tu reserva poco
amable, tu apocamiento inane, que deben hacerte
parecer fría, aburrida, torpe y quizás también
malhumorada. Si hubieras tenido en cuenta estas
cosas desde el principio, nunca habrías albergado
unos pensamientos tan presuntuosos. Y ahora que
has sido tan insensata, haz el favor de arrepentirte
y enmendarte, ¡y no hablemos más del asunto!»
No puedo decir que obedecí implícitamente mis
propios preceptos, pero razonamientos como éste
se fueron haciendo más eficaces según iba
pasando el tiempo sin que se tuvieran noticias del
señor Weston. Hasta que, por fin, dejé de esperar,
pues hasta mi corazón se dio cuenta de que todo
era en vano. Sin embargo, pensaba en él;
acariciaba en mi mente su imagen; atesoraba cada
palabra, mirada y gesto que mi memoria retenía; y
meditaba sus excelencias, y sus peculiaridades y,
de hecho, todo lo que había visto, oído o
imaginado respecto a él.
Agnes, creo que a ti no te benefician nada el
aire del mar y el cambio de lugar; nunca te he visto
con tan mal aspecto. Debe de ser que te pasas
demasiado tiempo sentada, permitiendo que te
preocupen los problemas del aula. Debes aprender a tomarte las cosas con calma y estar más
activa y animosa; debes hacer todo el ejercicio que
puedas, y dejarme a mí las obligaciones más
tediosas. A mí me servirán como ejercicio de
paciencia y quizás para ponerme a prueba la
serenidad.
Así habló mi madre cuando nos sentamos a
trabajar una mañana durante las vacaciones de
Pascua. Le aseguré que mis tareas no eran nada
opresivas, que me encontraba bien, o que, si
ocurría alguna cosa, se me pasaría en cuanto
acabasen los pesados meses de la primavera;
cuando llegara el verano, estaría tan fuerte y
robusta como ella pudiera desear; pero interiormente su observación me había inquietado.
Sabía que perdía fuerzas, no tenía apetito y me
había vuelto apática y desanimada. Y si realmente
él nunca podría amarme y yo nunca iba a volver a
verlo, si me iba a ser negado contribuir a su
felicidad y saborear las alegrías del amor, de
bendecir y ser bendecida, entonces la vida sería
una carga, y si el Padre celestial quería llamarme,
estaría contenta con el descanso; pero no estaría
bien morirme y dejar a mi madre... ¡hija egoísta e
indigna, que la habías olvidado durante un
momento! ¿No era yo responsable en gran medida
de la felicidad de ella... y del bienestar de nuestras
alumnas también? ¿Debía huir del trabajo que
Dios me había puesto delante porque no se ajustaba a mis gustos? ¿No era El quien sabía mejor
lo que debía hacer y dónde debía luchar?
¿Debería querer dejar su servicio antes de
completar mi tarea y esperar entrar en su refugio
sin haber luchado para ganármelo? «No; con la
ayuda de El me levantaré y me aplicaré con
diligencia a las tareas que tengo asignadas. Si la
felicidad en este mundo no ha de ser para mí, me
esforzaré por lograr el bienestar de los que me
rodean, y mi recompensa llegará en la otra vida.»
Así hablé desde el corazón, y desde aquella
hora en adelante, sólo permitía que mis
pensamientos se dirigieran a Edward Weston, o
por lo menos se dilataran sobre él, como un premio en raras ocasiones; y fuera realmente por la
cercanía del verano o por el efecto de estas
buenas resoluciones o el paso del tiempo, o todo a
la vez, pronto recuperé la tranquilidad de espíritu,
e igualmente comencé a recuperar poco a poco la
salud y el vigor del cuerpo.
A principios de junio recibí una carta de lady
Ashby, antaño señorita Murray. Me había escrito
dos o tres veces antes, desde las diferentes
etapas de su viaje de novios, siempre de buen
humor y declarándose muy feliz. Me sorprendía
cada vez que no se hubiese olvidado de mí en
medio de tanto regocijo y cambio de escenario.
Finalmente, no obstante, hubo una pausa, y
parecía que se hubiera olvidado de mí, pues pasaron más de siete meses sin que llegara
ninguna carta. Por supuesto eso no me rompió el
corazón, aunque a menudo me preguntaba cómo
le irían las cosas; y cuando esta epístola llegó tan
inesperadamente, me alegré de recibirla.
Estaba fechada en Ashby Park, donde había
llegado por fin para instalarse, habiendo repartido
el tiempo anterior entre el Continente y la
metrópoli. Se disculpó muchísimo por haberme
tenido abandonada durante tanto tiempo, me
aseguró que no se había olvidado de mí, que
había tenido la intención de escribir muchas
veces, etcétera, pero que siempre se lo había
impedido alguna cosa. Reconoció que llevaba
una vida muy disipada, y que yo la consideraría
muy malvada e irreflexiva, pero dijo que no
obstante pensaba mucho y que, entre otras
cosas, le encantaría verme.
«Ya llevamos varios días aquí», escribió. «No
tenemos con nosotros a un solo amigo, y es
probable que nos aburramos mucho. Sabe usted
que nunca me ha apetecido vivir con mi marido
como dos tórtolas en un nido, aunque fuese la
criatura más deliciosa que jamás haya vestido
jubón, así que compadézcase de mí y venga.
Supongo que sus vacaciones de verano
empezarán en junio como las de los demás, por
lo que no puede alegar que no tiene tiempo, así
que puede y debe venir-de hecho me moriré si no
viene-. Quiero que me visite como amiga, y que
se quede mucho tiempo. No hay nadie conmigo
salvo sir Thomas y la anciana lady Ashby; pero
no tiene que hacerles caso, pues nos molestarán
poco con su compañía; tendrá usted una
habitación propia para cuando quiera retirarse, y
muchos libros para leer cuando mi compañía no
la divierta lo bastante. No me acuerdo si le
gustan los niños; si es así, tendrá el placer de ver
al mío -el bebé más encantador del mundo, sin
duda- y tanto más porque no me molesto en
criarlo -me empeñé en no fastidiarme haciéndolo-
. Desgraciadamente es una niña, y sir Thomas no
me lo perdona; sin embargo, si viene usted, le
prometo que será su institutriz en cuanto sepa
hablar y la educará usted como debe hacerse y la
convertirá en mejor adulta que su mamá.
También verá usted mi caniche, un animalillo
encantador y espléndido importado de París, y
dos excelentes cuadros italianos de gran valor...
no me acuerdo del pintor... sin duda usted sabrá
encontrar en ellos bellezas prodigiosas, que debe
enseñarme, ya que yo sólo los admiro de oídas...
y otras muchas curiosidades elegantes, que
compré en Roma y en otros lugares... y
finalmente verá usted mi nuevo hogar, la
magnífica casa y tierras que solía admirar tanto.
¡Ay de mí, la promesa de la anticipación excede
en mucho el placer de la posesión! ¡Qué buen
sentimiento! Le aseguro que me he convertido en
una matrona muy seria... venga, por favor,
aunque sólo sea para presenciar el maravilloso
cambio. Escríbame a vuelta de correo, y dígame
cuándo comienzan sus vacaciones, y prométame
que vendrá al día siguiente y se quedará hasta el
día antes de que acaben... por piedad hacia
»Su afectísima, »Rosalie Ashby.»
Enseñé a mi madre esta extraña epístola y le
consulté sobre lo que debía hacer. Me aconsejó
que fuera, y fui -con bastantes ganas de ver a
lady Ashby y a su hija, y de hacer lo que pudiera
para ayudarla con consuelos o consejos, pues
imaginaba que debía de ser desgraciada para
acudir a mí de esta forma-, pero sintiendo, como
fácilmente pueden imaginar, que, al aceptar la
invitación, hacía un gran sacrificio por ella y
traicionaba de muchas maneras mis
sentimientos, en vez de sentirme encantada de la
honorable distinción de que la esposa del
aristócrata me rogase que la visitara como amiga.
Sin embargo, decidí que mi visita duraría unos
cuantos días como mucho, y no niego que obtuve
algún consuelo de la idea de que como Ashby
Park no estaba muy lejos de Horton, era posible
que viera al señor Weston o, por lo menos, tuviera noticias de él.

Agnes GreyWhere stories live. Discover now