CAPÍTULO XI. LOS COLONOS

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Como ya me quedaba sólo una alumna regular
-aunque se las arreglaba para darme tantos
problemas como tres o cuatro normales, y su
hermana aún asistía a clases de alemán y dibujo-,
disponía de bastante más tiempo del que hubiera
tenido la suerte de disfrutar antes, desde que me
había calzado el yugo de institutriz. Dedicaba este
tiempo en parte a mantener correspondencia con
mi familia, en parte a leer, estudiar y practicar
música, canto, etc., en parte a deambular por el
parque o por los campos adyacentes, con mis
alumnas si ellas querían, o sola si no.
A menudo, cuando no tenían nada más
agradable que hacer, las señoritas Murray se
entretenían visitando a los colonos pobres que
vivían en las tierras de su padre para recibir el
halago de su reverencia u oír las viejas historias o
los últimos chismes de las ancianas charlatanas;
o, quizás, disfrutar del placer más puro de hacer
felices a las pobres gentes con su grata presencia
y sus infrecuentes regalos, hechos con tanta facilidad y recibidos con tanta gratitud. A veces me
llamaban para acompañar a una o a ambas
hermanas en estas visitas; y a veces me pedían
que fuese yo sola para cumplir alguna promesa
que habían estado más dispuestas a hacer que a
satisfacer, para llevar algún pequeño donativo o
leer a alguien que estuviera enfermo o
indispuesto. De esta forma, hice algunas
amistades entre los jornaleros y algunas veces
iba a visitarles por mi cuenta.
Generalmente me satisfacía más ir sola que
con alguna de las jóvenes damas, pues éstas,
debido sobre todo a su educación, se
comportaban hacia sus inferiores de una manera
que me resultaba muy desagradable contemplar.
Nunca se ponían mentalmente en su lugar, y, en
consecuencia, no tenían ninguna consideración
por sus sentimientos, juzgándolos de un orden de
personas totalmente distinto del suyo.
Miraban a las pobres criaturas a las horas de
las comidas, haciendo comentarios descorteses
sobre sus alimentos y su forma de comer; se
reían de sus ideas sencillas y sus expresiones
provincianas, hasta tal punto que algunos de ellos
apenas se atrevían a hablar; a los serios hombres
y mujeres ancianos les llamaban a la cara viejos
tontos y zoquetes; y todo esto sin ninguna
intención de ofenderlos.
Yo me daba cuenta de que a menudo se
sentían heridos y molestos por esta conducta,
aunque su miedo a las «grandes damas» les
impedía expresar su disgusto; ellas, sin embargo,
no se percataban de ello. Creían que, como estos
colonos eran pobres e incultos, debían de ser
tontos y brutos, y siempre que ellas, sus
superiores, condescendieran a hablar con ellos y
darles chelines y medias coronas o prendas de
vestir, tendrían derecho a divertirse, incluso a
costa de ellos, y la gente debía adorarlas como
ángeles de luz, que se complacían en atender a
sus necesidades e iluminar sus humildes
moradas.
Hice muchos intentos variados de librar a mis
alumnas de estas ideas delusorias sin alarmar su
orgullo, fácil de herir y no tan fácil de aplacar,
pero con pocos resultados aparentes. No sé cuál
de las dos era más reprobable: Matilda era más
grosera y exuberante; pero la edad y el aspecto
maduro de Rosalie hacían esperar otra cosa: sin
embargo era tan provocativamente descuidada y
poco considerada como una niña de doce años.
Un brillante día de la última semana de febrero
me encontraba caminando en el parque,
disfrutando del triple lujo de la soledad, un libro y
el buen tiempo, pues la señorita Matilda había
salido a dar su paseo diario a caballo y la señorita
Rosalie se había marchado con su madre en el
carruaje a hacer algunas visitas matutinas. Pero
se me ocurrió que debía dejar estos gozos
egoístas y el parque con su gloriosa bóveda de
cielo azul claro, el viento del este soplando a
través de las ramas todavía desnudas, los
montoncitos de nieve rezagados en las
hondonadas, aunque derritiéndose rápidamente
al sol, y los gráciles ciervos paciendo la húmeda
hierba, que ya asumía la frescura y verdor de la
primavera... para ir a la casa de una tal Nancy
Brown, viuda, cuyo hijo trabajaba todo el día en el
campo y que padecía una inflamación de los ojos
que no le permitía leer, para gran disgusto suyo,
pues era una mujer de mente seria y ponderada.
Por lo tanto, fui allá y la encontré sola, como
siempre, en su casita oscura y mal ventilada, que
olía a humo y aire estancado pero que estaba
todo lo limpia y ordenada que podía conseguir.
Estaba sentada junto al pequeño fuego (que
consistía en unas cuantas brasas y un poco de
leña), tejiendo afanosamente, con un almohadón
de arpillera colocado a sus pies para que se
acomodase su dulce amiga la gata, que estaba
tumbada encima, con la larga cola rodeando las
patas de terciopelo y los ojos semicerrados
mirando soñolientos el guardafuego bajo y
torcido.
-Bien, Nancy, ¿cómo se encuentra usted hoy?
-Pues regular, señorita, nada más... los ojos
no los tengo mejor, pero estoy mucho más
tranquila de lo que he estado -respondió ella,
levantándose para darme la bienvenida con una
sonrisa de alegría que me encantó ver, porque
Nancy había padecido de melancolía religiosa.
La felicité por el cambio. Estuvo de acuerdo en
que era una gran bendición y se declaró «muy
agradecida por ello» y añadió «si Dios quiere
guardarme la vista de modo que pueda volver a
leer la Biblia, creo que estaré tan contenta como
una reina».
-Espero que sí, Nancy -contesté-, y, mientras
tanto, yo vendré a leerle de vez en cuando,
cuando tenga un poco de tiempo libre.
Con expresiones de placer y agradecimiento,
la pobre mujer hizo ademán de acercarme una
silla, pero puesto que le ahorré la molestia, se
puso a atizar el fuego y añadió un poco más de
leña a las brasas ya débiles. Luego, cogiendo su
gastada Biblia de la repisa, la limpió con cuidado
y me la pasó. Al preguntarle si quería que le
leyese algún pasaje en especial, me respondió:
-Bien, señorita Grey, si a usted le da lo mismo,
me gustaría oír el capítulo de la Primera Epístola
de San Juan, el que dice: «Dios es amor y el que
permanece en el amor permanece en Dios y Dios
en él».
Tras buscar un poco, encontré aquellas
palabras en el capítulo cuatro. Cuando llegué al
séptimo versículo, me interrumpió, y
disculpándose sin necesidad por tomarse
semejante libertad, me rogó que lo leyera muy
despacio, para que pudiese enterarse bien de
todo y saborear cada palabra, esperando que le
perdonara pues era sólo un ser sencillo.
-La persona más sabia -respondí- podría dar
vueltas a cada uno de estos versículos durante
una hora y sentirse mejor después, y a mí me
gusta más leerlos despacio que rápido.
De esta forma, acabé el capítulo tan despacio
como quiso y al mismo tiempo de manera tan
emocionante como pude. Mi oyente escuchó con
atención todo el tiempo, y me lo agradeció de
corazón cuando acabé. Me quedé callada medio
minuto para darle tiempo de reflexionar sobre ello
y, para mi sorpresa, rompió el silencio para
preguntarme qué me parecía el señor Weston.
-No lo sé -contesté, algo alarmada por lo
repentino de su pregunta-; creo que predica muy
bien.
-Ya lo creo, y habla bien también.
-¿Ah, sí?
-Sí. Quizás no lo haya visto usted aún... no
para hablar con él.
-No, nunca veo a nadie con quien hablar,
excepto a las jóvenes señoritas de la mansión.
-Ah, son unas señoritas agradables y amables;
¡pero no saben hablar como él!
-Entonces, ¿es que viene a verla, Nancy?
-Sí, señorita; y se lo agradezco. Viene a
vernos a todos los pobres mucho más a menudo
que el señor Bligh o el rector; y está muy bien, y
nos alegramos de verlo; y no podemos decir otro
tanto del rector: hay quien dice que le tiene miedo
incluso. Cuando entra en una casa, dicen que es
seguro que encontrará algo malo, y empieza a
reñirles en cuanto cruza el umbral. Pero quizás
crea que es su deber decirles lo que está mal. Y a
menudo viene a regañar a la gente por no ir a la
iglesia, o por no arrodillarse o levantarse cuando
lo hacen los demás, o por ir a la capilla de los
metodistas o algo así; pero no puedo decir que a
mí me haya regañado mucho. Vino a verme una o
dos veces antes de venir el señor Weston,
cuando estaba tan deprimida; y como tenía mala
salud además, me atreví a mandarle llamar, y
vino, desde luego. Estaba muy angustiada,
señorita Grey -gracias a Dios que ya se me ha
pasado-, pero cuando cogía la Biblia, no me
tranquilizaba nada. Ese mismo capítulo que me
acaba usted de leer me preocupaba tanto como lo
demás: «El que no ama, no conoce a Dios». A
mí me parecía terrible, pues sentía que no amaba
ni a Dios ni a los hombres como debía, y no podía
por mucho que lo intentaba. Y el capítulo anterior,
donde pone: «Todo el que ha nacido de Dios no
peca». Y en otro sitio pone: «El amor es la
plenitud de la Ley». Y muchos, muchos más,
señorita; le agotaría a usted si le dijera todos.
Pero todo parecía condenarme y mostrarme que
no iba por buen camino; y como no sabía
ponerme en él, mandé a Bill a pedirle al señor
Hatfield que tuviera la amabilidad de pasar a
verme un día. Y cuando vino, le conté mis
problemas.
-¿Y qué dijo, Nancy?
-Pues, señorita, pareció burlarse de mí. Puede
que me equivoque, pero soltó una especie de
silbido y le vi sonreír un poquito; y dijo: «¡Oh, todo
son tonterías! Has estado con los metodistas,
buena mujer.» Pero le dije que nunca me había
acercado a los metodistas. Y luego dijo:
»"Bien, debes venir a la iglesia, donde oirás
las escrituras bien explicadas, en vez de quedarte
estudiando la Biblia en casa".
»Pero le dije que siempre iba a la iglesia
cuando tenía salud; pero aquel invierno tan frío no
me atrevía a ir tan lejos, con el reuma tan malo
que tenía.
»Pero él dijo: "Le hará bien a tu reuma ir
renqueando a la iglesia; no hay nada mejor que el
ejercicio para el reuma. Puedes andar por la casa
sin problema; ¿por qué no puedes ir andando a la
iglesia? El caso es", dijo él, "que te estás acostumbrando a la buena vida. Siempre es fácil
encontrar una excusa para no cumplir con el
deber".
»Pero usted sabe, señorita Grey, que no era
así. No obstante, le dije que lo intentaría. "Pero
por favor, señor", le dije, "si voy a la iglesia, ten
qué voy a estar mejor? Quiero que mis pecados
queden borrados y sentir que ya no figuran en mi
contra, y que el amor de Dios se expanda por
todo mi corazón; y si no puedo sacar ningún bien
de leer la Biblia y decir mis oraciones en casa,
¿qué sacaré de ir a la iglesia?"
»"La iglesia", dice él, "es el lugar señalado por
Dios para rendirle culto. Es tu deber ir allí cuantas
veces puedas. Si quieres consuelo, debes
buscarlo por el camino del deber", y me dijo
muchas más cosas, pero no recuerdo todas sus
elegantes palabras. Sin embargo, venía a decir lo
siguiente: que debía ir a la iglesia tan a menudo
como me fuera posible, llevando el libro de
oraciones conmigo, y repetir los responsorios
después del clérigo, y ponerme de pie y
arrodillarme y hacer todo de la forma debida, y
tomar la cena del Señor siempre que pudiera y
escuchar los sermones del señor Bligh y todo
estaría bien. Si seguía cumpliendo con mi deber,
al final conseguiría la bendición.
»"Pero si no recibes consuelo de esta forma",
dice él, "se acabó".
»"Entonces, señor", digo yo, "¿creerá usted
que soy una réproba?".
»'Bien", dice él, "si haces todo lo que puedes
para ir al cielo y no lo consigues, debes de ser de
aquellos que intentan entrar por la puerta
estrecha y no podrán.
»Luego me preguntó si había visto a alguna de
las damas de la mansión aquella mañana; así que
le dije dónde había visto a las jóvenes señoritas
en el sendero del musgo... y de una patada
mandó a mi pobre gata al otro lado del cuarto y
salió a buscarlas a ellas tan alegre como una
alondra; pero yo estaba muy triste. Sus últimas
palabras me habían llegado al corazón y yacían
allí como un trozo de plomo hasta que me cansé
de aguantarlo.
»Sin embargo, seguí sus consejos: creía que
tenía buenas intenciones aunque sus modales
eran tan extraños... pero ya sabe usted, señorita,
es rico y joven, y los que son como él no pueden
comprender las ideas de una pobre vieja como
yo. Sin embargo, hice todo lo que pude para
cumplir todo lo que me mandó... pero a lo mejor le
estoy dando la lata, señorita, con tanta charla.
-¡Oh, no, Nancy! Siga, cuéntemelo todo.
-Bien, se me mejoró el reuma, no sé si por ir a
la iglesia o no, pero un domingo helado se me
enfriaron los ojos. No salió la inflamación
enseguida, sino poco a poco -pero no iba a
hablarle de mis ojos, le hablaba de mis
inquietudes mentales- y, a decir verdad, señorita
Grey, no creo que mejorasen nada por ir a la
iglesia, por lo menos nada apreciable. Se me
mejoró la salud, pero eso no me curó el alma.
Escuché una y otra vez a los pastores y leí una y
otra vez el libro de oraciones, pero era todo como
bronce que suena o como címbalo que retiñe:
no entendía los sermones y el libro de oraciones
sólo servía para demostrarme lo malvada que era
por poder leer unas palabras tan buenas y no
sentirme mejor, y, además, a menudo sentía que
era una ardua tarea y no la bendición y el
privilegio que creen todos los buenos cristianos. A
mí me parecía todo árido y oscuro. Y luego esas
palabras tremendas: «Muchos serán los que
busquen entrar y no podrán.» Casi consiguen
secarme el espíritu.
»Pero un domingo, cuando el señor Hatfield
hablaba de la comunión, me di cuenta de que
dijo: "Si hay alguno entre vosotros que no puede
acallar su conciencia, sino que necesita de más
consuelo o consejos, que venga a hablar conmigo
0 con otro clérigo discreto de la palabra de Dios,
para comunicar su pesar". Así que el domingo
siguiente, antes del servicio, me asomé a la
sacristía y comencé a hablar con el rector de
nuevo... No sé cómo me atreví a hacer tal cosa,
pero como mi alma estaba en juego, no podía
detenerme por una menudencia. Pero me dijo que
no tenía tiempo para atenderme en aquel
momento.
»"Y a decir verdad", me dice, "no tengo nada
que decirte excepto lo que he dicho antes... toma
el sacramento, por supuesto, y sigue cumpliendo
con tu deber; y si eso no te ayuda, nada lo hará.
Con que no me molestes más".
»Así que me marché. Pero oí al señor
Weston... el señor Weston estaba allí, señorita,
fue su primer domingo en Horton, ¿sabe usted? y
estaba en la sacristía con la sobrepelliz puesta,
ayudando al rector a ponerse la sobreveste.
-Sí, Nancy.
-Y lo oí preguntar al señor Hatfield quién era
yo; y éste dijo: "Oh, es una vieja quejica y tonta."
»Y me sentí muy afligida, señorita Grey; pero
me fui a mi asiento e intenté cumplir con mi deber
como antes, pero no podía tranquilizarme. E
incluso tomé el sacramento; pero me sentí como
si estuviese comiendo y bebiendo para buscarme
la condenación eterna. Así que me fui a casa,
muy turbada.
»Pero al día siguiente, antes de arreglar la
casa -pues, señorita Grey, no tenía ganas de
barrer y limpiar y fregar los cacharros, con que
me senté entre la porquería- y cuál no sería mi
sorpresa al ver entrar al señor Weston. Entonces
me puse a recoger y barrer y limpiar, porque creía
que se pondría a insultarme por mi holgazanería
como lo hubiese hecho el señor Hatfield, pero me
equivocaba. Sólo me dio los buenos días de una
forma tranquila y agradable. Así que le quité el
polvo a una silla y arreglé un poco la chimenea,
pero no me había olvidado de las palabras del
rector, así que dije:
»"Me pregunto, señor, por qué se molesta
usted tanto en venir a ver a una 'vieja quejica y
tonta' como yo."
»Pareció algo desconcertado al oír eso, pero
quiso convencerme de que el rector hablaba en
broma, y cuando no lo consiguió, me dijo:
»"Bien, Nancy, no debe usted darle tanta
importancia; el señor Hatfield estaba un poco
disgustado en ese momento; sabe usted que no
somos perfectos ninguno de nosotros, incluso
Moisés habló a la ligera. Pero siéntese un
minuto, si tiene tiempo, y cuénteme todas sus
dudas y temores, y yo intentaré eliminarlos."
»Así que me senté frente a él. Me era
totalmente desconocido, ¿sabe usted, señorita
Grey?, e incluso más joven que el señor Hatfield,
creo, y me había parecido menos apuesto que
aquél y de aspecto un poco malhumorado, pero
hablaba con tanta amabilidad, y cuando la pobre
gata saltó sobre su regazo, sólo la acarició y
sonrió, y eso me pareció buena señal; pues una
vez, cuando hizo lo mismo al rector, la apartó
como con desagrado y enojo, la pobre. Pero no
se puede esperar que un gato tenga los modales
de un cristiano, ¿verdad, señorita Grey?
-Claro que no, Nancy. Pero ¿qué dijo el señor
Weston después?
-No dijo nada, pero me escuchó con mucha
atención y paciencia, sin nada de desdén; así que
fui y se lo conté todo, igual que a usted -y más
incluso.
»"Bien", dice, "el señor Hatfield tenía razón al
decirle que siguiera cumpliendo con su deber,
pero al aconsejarle que fuera a la iglesia y
atendiera el servicio, y cosas así, no quería decir
que ése era todo el deber de un cristiano; sólo
pensó que podría usted aprender así más sobre
lo que se debe hacer y disfrutar de aquellos
ejercicios, en lugar de que le parecieran una
obligación y una carga. Y si usted le hubiese
pedido que le explicase aquellas palabras que le
preocupan tanto, creo que lo que le habría dicho
es que si muchos buscan entrar por la puerta
estrecha y no pueden, son sus propios pecados lo
que se lo impide, como a un hombre que lleva un
gran saco a la espalda y quiere pasar por una
puerta estrecha, le será imposible hacerlo si no
deja el saco. Pero usted, Nancy, estoy seguro
de que no tiene ningún pecado del que no se
desharía si supiera cómo hacerlo".
»"Desde luego, señor, lo que dice usted es
verdad", respondí yo.
»¿"Bien", dijo él, "¿conoce usted el primer
gran mandamiento y el segundo que se le parece,
los dos mandamientos de los que penden toda la
ley y los profetas? Dice que no puede amar a
Dios, pero se me ocurre que si considera usted
bien quién y qué es, no puede evitarlo. Él es su
padre, su mejor amigo; cada bendición, cada
bien, todo lo agradable o útil procede de El; y todo
lo malo, todo lo que tiene motivos para odiar,
rehuir o temer procede de Satanás, enemigo
tanto de Él como nuestro; y por esta causa Dios
fue hecho carne, a fin de destruir las obras del
diablo: en una palabra, Dios ES AMOR y cuanto
más amor tengamos dentro de nosotros, más
cerca estaremos de Él y más poseeremos del
espíritu de Él".
»"Bien, señor", le dije, "si siempre puedo
pensar en estas cosas, es fácil que ame a Dios;
pero ¿cómo voy a amar a mis semejantes, si
algunos de ellos me sacan de quicio y son tercos
y pecaminosos?".
»"Podría parecer un asunto difícil", dijo él,
"amar a nuestros semejantes, que tienen tanto de
malvados y tan a menudo despiertan el mal que
yace dentro de nosotros, pero recuerde que Él los
hizo y Ellos ama; y el que ama al que le
engendró, ama al engendrado de El. Y si tanto
amó Dios al mundo que le dio su unigénito hijo
para que muriese por nosotros, deberíamos
amarnos los unos a los otros. Pero si no consigue
usted sentir verdadero afecto por los que no la
quieren, por lo menos puede tratar de hacer por
ellos lo que quisiera que hicieran por usted;
puede intentar compadecerles los defectos y
perdonarles sus ofensas, y hacer todo el bien que
pueda a los que la rodean. Y si se acostumbra
usted a esto, Nancy, el mismo esfuerzo hará que
los ame un poco, sin mencionar la buena voluntad
que la bondad de usted despertará en ellos,
aunque tengan poco más de bueno dentro. Si
amamos a Dios y queremos servirle, intentemos
ser como Él, hacer su obra, luchar por su gloria,
que es el bien de los hombres, para apresurar la
llegada de su reino, que es la paz y la felicidad de
todo el mundo; por desvalidos que parezcamos,
al hacer todo el bien que podamos a lo largo de
nuestra vida, hasta el más humilde de nosotros
puede hacer mucho para contribuir a ello; así que
vivamos en el amor, para que Él viva en nosotros
y nosotros en Él. Cuanta más felicidad
confiramos, más recibiremos, incluso aquí, y
mayor será nuestra recompensa en el Cielo
cuando descansemos de nuestras labores".
Creo, señorita, que aquéllas son sus palabras
exactas, pues les he dado muchas vueltas. Y
luego cogió aquella Biblia y leyó trozos de aquí y
de allí y me las explicó tan claro como el agua; y
me pareció que una nueva luz me había irrumpido
en el alma; y sentí calor alrededor del corazón, y
hubiera querido que Bill y todo el mundo
estuvieran allí para oírlo y alegrarse conmigo.
Después de marcharse, vino Hannah Rogers,
una de las vecinas, para que le ayudara a lavar.
Le dije que no podía en aquel momento, pues aún
no había puesto las patatas para el almuerzo ni
fregado los platos del desayuno. Así que se puso
a reñirme por mi forma de ser perezosa. Me
enfadé un poco al principio, pero no le dije nada
malo: sólo le dije, muy tranquila, que había venido
el nuevo clérigo a verme, pero que haría lo que
tenía que hacer lo más deprisa posible y luego
iría a ayudarla. Entonces se suavizó, y era como
si mi corazón se llenara de afecto hacia ella, y un
rato después, éramos muy amigas.
Así es, señorita Grey, «una respuesta blanda
calma la ira; pero una palabra áspera enciende la
cólera». No sólo en los demás, sino en ti
también.
-Es verdad, Nancy, ¡ojalá lo recordásemos
siempre!
-¡Sí, ojalá!
-¿Y el señor Weston ha vuelto a visitarla?
-Sí, muchas veces; y desde que tengo tan mal
los ojos, se sienta a leerme durante media hora
cada vez, pero, ya sabe usted, señorita Grey, que
tiene otras personas a las que visitar y otras
cosas que hacer, ¡que Dios le bendiga! Y el
domingo siguiente, ¡qué sermón predicó! El texto
era: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y
cargados, que yo os aliviaré» y los dos benditos
versículos que siguen. Usted no estaba allí, señorita, estaba usted con su familia por entonces,
pero ¡me hizo sentir tan feliz! ¡Y me siento feliz
ahora, gracias a Dios, y me causa placer hacer
pequeños favores a mis vecinos, dentro de lo que
puede hacer una pobre vieja medio ciega, y ellos
me lo agradecen, tal como él dijo. Verá usted,
señorita, ahora estoy haciendo un par de medias
para Thomas Jackson: es un tipo algo raro, y
hemos reñido en muchas ocasiones y hemos
tenido algunas pendencias. Así que me ha
parecido que lo mejor que podía hacer era tejerle
un par de medias calentitas, y siento que me cae
mucho mejor, el pobre, desde que empecé. Las
cosas han resultado exactamente como dijo el
señor Weston.
-Bien, pues me alegro mucho de verla tan
contenta, Nancy, y tan sensata; pero debo irme
ya. Me estarán buscando en la casa -dije; y
diciéndole adiós, me marché, prometiéndole que
volvería en cuanto tuviese tiempo, y sintiéndome
casi tan feliz como ella.
En otra ocasión fui a leerle a un pobre
jornalero que se encontraba en la última fase de
la tisis. Las jóvenes señoritas habían ido a verlo, y
de alguna forma les había sacado la promesa de
leerle, pero era demasiada molestia para ellas,
por lo que me pidieron que fuera en su lugar. Fui
de bastante buena gana, y allí también me
complació oír las alabanzas del señor Weston, de
parte del enfermo y su esposa. Aquél me dijo que
le proporcionaban gran consuelo y beneficios las
visitas del nuevo clérigo, que iba frecuentemente
a verlo y que «era un hombre muy diferente» del
señor Hatfield, que había ido de vez en cuando a
visitarlo antes de la llegada del otro a Horton,
siempre insistiendo en que se mantuviera abierta
la puerta de la casita para su propia comodidad,
sin tener en cuenta el daño que podía ocasionarle
al enfermo, y habiendo abierto el libro de
oraciones y leído deprisa parte del servicio para
los enfermos, se iba corriendo de nuevo, si no se
quedaba para increpar a la afligida esposa con
alguna reprimenda o para hacer algún comentario
desconsiderado, por no decir cruel, que contribuía
más a aumentar las penas del desgraciado
matrimonio que a disminuirlas.
-Mientras que -dijo el hombre- el señor Weston
reza conmigo de manera muy diferente, y me
habla con toda amabilidad, y a menudo me lee
también, y se sienta junto a mí igual que un
hermano.
-¡Exactamente igual! -exclamó su esposa-. Y
hace unas tres semanas, cuando se dio cuenta
de que tiritaba de frío el pobre Jem, y vio el triste
fuego que teníamos, preguntó si nos estábamos
quedando sin carbón. Le dije que sí, y que nos
era difícil conseguir más... pero, ¿sabe usted,
señora?, no pensaba que él fuera a ayudamos...
y, sin embargo, nos mandó un saco de carbón al
día siguiente, y tenemos buenos fuegos desde
entonces, lo que es una bendición en el invierno.
Pero así es él, señorita Grey: cuando va a casa
de una pobre gente a visitar a algún enfermo, se
fija en lo que más falta le hace y si piensa que no
le es fácil conseguirlo por sí misma, no dice una
palabra, sino va y lo consigue él; y no todos los
que tienen tan poco como él harían lo mismo,
pues, ¿sabe usted, señora?, no tiene nada para
vivir aparte de lo que le da el rector, y dicen que
es bien poco.
Recordé entonces, con una especie de
exultación, que la encantadora señorita Rosalie lo
había tildado muchas veces de bruto vulgar, por
llevar un reloj de plata y unas ropas no del todo
tan pulcras y nuevas como las del señor Hatfield.
Al regresar a la casa, me sentía muy feliz y di las
gracias a Dios por tener ahora algo en qué
pensar, algo que ponderar para aliviar la tediosa
monotonía, la solitaria pesadez de mi nueva vida porque verdaderamente me encontraba sola pues
nunca, de mes en mes, de año en año, con
excepción de los breves intervalos de descanso
en casa, veía a una persona a la que pudiera
abrir el corazón, o con la que pudiera expresar
libremente mis pensamientos con esperanza de
que los compartiera o siquiera los comprendiera;
nadie, salvo a la pobre Nancy Brown, con quien
pudiera disfrutar de un momento de verdadera
comunicación social, o cuya conversación fuera a
hacerme mejor, más sabia o más feliz que antes,
o, por lo que yo podía ver, sacase algún beneficio
de la mía. Mis únicos compañeros habían sido
niños poco amables, y muchachas ignorantes y
obstinadas, de cuya agotadora insensatez la
soledad ininterrumpida a menudo era un alivio
sinceramente deseado y muy apreciado. Pero
verse restringida a tener tales compañeros era un
grave mal, tanto por sus efectos inmediatos como
por las consecuencias que pudiera acarrear.
Ninguna idea nueva o conmovedora me
llegaba desde fuera; y las que nacían dentro de
mí en su mayoría eran reprimidas enseguida o
estaban condenadas a marchitarse y desaparecer
por falta de luz.
Se sabe que los compañeros habituales
ejercen gran influencia sobre sus mutuas mentes
y maneras. Aquellos cuyas acciones están
siempre ante nuestros ojos y cuyas palabras están siempre en nuestros oídos naturalmente nos
conducirán, aunque sea en contra de nuestra
voluntad, lenta, gradual e imperceptiblemente,
quizás, a actuar y a hablar como ellos. No
pretendo determinar hasta dónde llega este poder
de asimilación; pero si un hombre civilizado
estuviese condenado a pasar una docena de
años entre una raza de salvajes ingobernables, a
no ser que tuviera el poder de mejorarlos, dudo
mucho que al final de dicho periodo no se hubiera
convertido él mismo en bárbaro, por lo menos. Y
yo, puesto que no podía mejorar a mis jóvenes
compañeros, tenía mucho miedo de que ellos me
empeorasen a mí, que gradualmente me bajasen
los sentimientos, las costumbres y las
capacidades a su mismo nivel, pero sin
impartirme a mí su despreocupación y alegre
vivacidad. Ya me parecía notar que se me
deterioraba el intelecto, se me petrificaba el
corazón, se me encogía el alma y temblaba por si
incluso se amortiguaban mis percepciones
morales, se confundían mis distinciones entre el
bien y el mal y se hundían mis mejores
cualidades bajo la influencia de una forma de vida
tan malsana. Se concentraban a mi alrededor los
burdos vapores de la tierra y encerraban mi cielo
interior; y de esta forma se alzó por fin ante mí el
señor Weston, apareciendo como el lucero del
alba sobre mi horizonte, para salvarme del miedo
a la oscuridad total; y me alegré de tener ya un
tema de contemplación más elevada que yo, y no
más baja. Estaba contenta de ver que no todo el
mundo estaba hecho de gentes como los
Bloomfield, los Murray, los Hatfield, los Ashby,
etc., y de que la excelencia humana no era una
mera quimera de la imaginación. Cuando nos
cuentan algo de bueno y nada de malo sobre una
persona, es fácil y agradable imaginar más...
resumiendo, no es necesario analizar todos mis
pensamientos, pero el domingo se había
convertido en un día de peculiar deleite para mí
(ya casi me había acostumbrado al rincón de
atrás del carruaje), pues me gustaba oírlo... y. me
gustaba verlo también, aunque sabía que no era
guapo m siquiera lo que se dice agradable de
aspecto externo; pero desde luego no era feo.
De estatura, era un poco -muy poco- por
encima de la media; perfectamente simétrico de
tipo, de pecho corpulento y complexión fornida; la
forma de su rostro estaría considerada
demasiado cuadrada para la belleza pero, para
mí, anunciaba un carácter decidido; su cabello
castaño oscuro no estaba cuidadosamente rizado
como el del señor Hatfield, sino simplemente
cepillado hacia un lado sobre una frente amplia y
blanca; las cejas, supongo, sobresalían
demasiado, pero desde debajo de aquellas cejas
oscuras destellaban unos ojos de excepcional
poder, de color castaño, no grandes y algo hundidos, pero muy brillantes y expresivos; también
había carácter en la boca, algo que delataba a un
hombre de firmes propósitos y un pensador
habitual, y cuando sonreía... pero aún no hablaré
de eso, porque en la fecha de la que hablo, nunca
lo había visto sonreír; y de hecho, su apariencia
general no me transmitía la idea de un hombre
muy dado a semejante relajación, ni de un
individuo tal como describían los colonos. Desde
el principio yo formé una opinión sobre él y, a
pesar de las reconvenciones de la señorita
Rosalie, estaba completamente convencida de
que era un hombre de gran sensatez, firme fe y
ardiente piedad, pero precavido y severo: y
cuando descubrí que a sus otras buenas
cualidades se sumaban una verdadera
benevolencia y una amabilidad tierna y considerada, quizás el descubrimiento me encantó tanto
más por no esperarlo.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora