CAPÍTULO XIX. LA CARTA

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Los restos mortales de mi padre yacían en la
tumba y nosotras, con semblantes tristes y ropas
sombrías, nos demoramos alrededor de la mesa
del desayuno, haciendo planes para nuestra vida
futura.
La fuerte mente de mi madre no había
sucumbido bajo esta aflicción: su espíritu, aunque
aplastado, no estaba roto. Era el deseo de Mary
que yo volviese a Horton Lodge y que nuestra
madre fuera a vivir con ella y el señor Richardson
en la vicaría. Afirmaba que éste no lo deseaba
menos que ella misma, y que tal medida no podía
menos que beneficiar a todos los interesados,
pues la compañía y la experiencia de mi madre
serían de un valor inestimable para ellos, y ellos
harían todo lo que pudieran para hacerla feliz.
Pero ningún argumento o ruego consiguió
convencerla: mi madre estaba decidida a no ir; no
porque cuestionara, ni por un momento, los
buenos deseos e intenciones de su hija; pero
afirmaba que mientras Dios le deparase fuerza y
salud, ella las utilizaría para ganarse la vida, y no
dependería de nadie, fuese una carga o no tal
dependencia. Si podía permitirse vivir como
huésped en la vicaría de -, elegiría aquella casa
por encima de cualquier otra como domicilio; pero
si no era así, nunca cruzaría el umbral excepto
como visitante ocasional, a menos que la
enfermedad o una calamidad hiciese realmente
necesaria su ayuda, o hasta que la edad o la mala
salud la dejara incapaz de cuidar de sí misma.
-No, Mary -dijo-, si a Richardson y a ti os sobra
algo, debéis guardarlo para vuestra familia; y
Agnes y yo debemos ganarnos nuestro propio
pan. Gracias a haber tenido hijas para educar, no
he olvidado mis estudios... Dios quiera que pueda
controlar este pesar inútil -dijo, mientras las
lágrimas corrían por sus mejillas a pesar de sus
esfuerzos; pero las apartó y moviendo decidida la
cabeza, continuó-: me esforzaré en buscar una
casa pequeña bien situada en algún distrito poblado pero saludable, donde cogeremos a unas
cuantas jóvenes internas para educarlas -si es
que las encontramos- y todas las externas que
quieran venir o que podamos enseñar. Los
parientes y viejos amigos de vuestro padre podrán
mandarnos a algunas alumnas o ayudarnos con
sus recomendaciones, sin duda; no se lo pediré a
los míos. ¿Qué dices, Agnes? ¿Estás dispuesta a
dejar tu puesto actual e intentarlo?
-Totalmente dispuesta, mamá; y el dinero que
he ahorrado servirá para amueblar la casa. Lo
sacaré del banco enseguida.
-Cuando haga falta: debemos encontrar la
casa y solucionar todos los preliminares primero.
Mary se ofreció a prestarnos lo poco que tenía,
pero mi madre lo rechazó, diciendo que debíamos
empezar de manera económica, y que esperaba
que todo o parte de lo mío sumado a lo que
podríamos sacar de la venta de los muebles y lo
poco que el querido papá había conseguido
ahorrar para ella después de pagar las deudas
fuera suficiente para durarnos hasta las
navidades, cuando era de esperar que nos
entrase algún ingreso de nuestro trabajo conjunto.
Finalmente decidimos que éste sería nuestro
plan, y que iniciaríamos las indagaciones y los
preparativos inmediatamente; y mientras mi
madre cuidaba de éstos, yo regresaría a Horton
Lodge al cabo de mis cuatro semanas de
vacaciones y les anunciaría mi partida definitiva
cuando las cosas estuvieran preparadas para la
pronta apertura de nuestra escuela.
Discutíamos estos asuntos la mañana que he
mencionado, unos quince días después de la
muerte de mi padre, cuando trajeron una carta
para mi madre, y al verla, se le encendió la cara,
últimamente bastante pálida por tanta vigilia y
dolor excesivo.
-¡De mi padre! -murmuró, rasgando
precipitadamente el sobre.
Hacía muchos años que no tenía noticias de
ningún pariente. Preguntándome naturalmente
qué contendría la carta, le miré el semblante
mientras la leyó, y me sorprendió un poco verla
morderse el labio y fruncir el ceño como si
estuviera enfadada. Cuando terminó, la arrojó
sobre la mesa con algo de irreverencia y dijo
con una sonrisa desdeñosa:
-Vuestro abuelo ha tenido la amabilidad de
escribirme. Dice que no tiene duda de que me
arrepentiría hace tiempo de mi « desafortunado
matrimonio» y que si me digno reconocerlo y
confesar que estaba equivocada al desoír sus
consejos, y que he sufrido justamente por ello,
me convertirá de nuevo en una dama -si es que
tal cosa es posible tras tanto tiempo
degradada- y recordará a mis hijas en su
testamento. Tráeme la escribanía, Agnes, y
quita estas cosas... Contestaré a esta carta
enseguida, pero primero, ya que es posible que
os vaya a privar de un legado, os contaré lo
que pienso decirle.
»Diré que se equivoca al suponer que soy
capaz de arrepentirme del nacimiento de mis
hijas (que han sido el orgullo de mi vida y
probablemente sean el consuelo de mi vejez) o
de los treinta años que he pasado en compañía
de mi mejor y más querido amigo; que, aunque
nuestras desgracias hubieran sido tres veces
mayores (a no ser que las hubiera ocasionado
yo misma), me habría alegrado tanto más
compartirlas con vuestro padre y
proporcionarle todo el consuelo de que era
capaz; y, aunque sus padecimientos durante la
enfermedad hubiesen sido diez veces mayores
de lo que fueron, no me arrepentiría de haberle
velado y haber luchado para aliviarle; que si se
hubiera casado con una esposa más rica, sin
duda también habría sufrido desgracias y
penas, mientras que -soy lo bastante egoísta
para imaginar que ninguna otra mujer le habría
animado a soportarlas tan bien- no es que yo
sea superior a las demás, pero estaba hecha
para él, y él para mí; y me sería tan difícil
arrepentirme de las horas, días, años de
felicidad que hemos pasado juntos, y que
ninguno de los dos hubiese tenido sin el otro,
como del privilegio de haberle cuidado durante
la enfermedad y consolado en sus aflicciones.
»¿Sirve esto, hijas?, ¿o digo que todas
sentimos mucho lo que ha pasado durante los
últimos treinta años; y que mis hijas quisieran
no haber nacido; pero ya que han tenido esa
desgracia, agradecerán cualquier menudencia
que su abuelo tenga a bien concederles?
Por supuesto que ambas aplaudimos la
resolución de nuestra madre; Mary se llevó las
cosas del desayuno; yo fui por la escribanía; la
carta se escribió y envió rápidamente; y, a
partir de aquel día, no tuvimos más noticias de
nuestro abuelo hasta que vimos su esquela en
el periódico bastante tiempo después; todos
sus bienes terrenales fueron legados,
naturalmente, a nuestros desconocidos y ricos
primos.

Agnes GreyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora