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El otoño era la peor época del año.

Todo siempre iniciaba en abril, para acabar con violencia en mayo. Blas, Samuel y yo lo sabíamos, lo supimos cuando el padre del primero regresó a casa, lo supimos cuando no se fue.

Los tres por igual odiábamos el otoño, no se lo decíamos a otros, pero siempre estábamos atentos a cualquier ráfaga de viento que nos indicara que todo saldría mal.

Nunca imaginé que el otoño en que me confesaría sería tan duro, pero sí supe que era un inevitable, cuando Samuel terminó con Mariela.

Siempre estuve enamorada de Samuel y siempre pensé que Mariela le rompería el corazón tarde o temprano. Fingir sorpresa se transformó en mi rutina el día en que todo acabó.

De camino a casa, Samuel guardaba silencio apretando los labios, elevando la mirada y concentrándose en el sonido que despedían sus audífonos al ritmo de "Perfect Day" de Lou Reed. Blas y yo lo mirábamos desconcertados. No sabíamos bien qué hacer, pero teníamos la certeza de que, si seguía escuchando canciones como esas, era muy difícil que olvidara a Mariela.

No era la primera vez que Samuel terminaba con una chica, ni la primera vez que mi corazón suplicaba porque su amor encontrara descanso en mí.

Desde los trece años hasta los quince Blas y yo lo habíamos visto terminar una y otra vez con varias chicas, pero Mariela parecía haber "cambiado su mundo". Había durado casi un año con ella y eso en tiempo de adolescentes, era bastante. Incluso, llegué a pensar que mis oportunidades de lograr algo durante el colegio se habían esfumado para siempre.

Una sonrisilla victoriosa se escurría por mi cara aquella tarde. Me sentía cruel y evidente, porque no quería que Samuel tuviera un final feliz con Mariela. Era más cómodo así.

—¿Crees que estará bien? —susurró Blas.

—Creo que exagera.

—También lo creo.

—Ya estará bien, sólo déjalo un rato —añadí ofuscada.

¿Me sentía molesta? Sí, porque el chico que me gustaba sólo tenía ojos para Mariela y hacía que mi corazón se oprimiera de rabia.

Inmutable, así definía a Samuel. Tal cual, el primer día en que reparé en su persona en segundo grado. Aprovechando que no había inspector de pasillos, algunos de los niños, nos adentramos sin permiso en el salón de clases durante el recreo y nos acurrucamos con los juguetes del baúl. Blas se había determinado a narrar una historia de terror que su primo le había contado. Yo había cogido a la osita Mimi entre mis brazos y la acariciaba, pues tenía miedo de escuchar. Emocionado, él intentaba a base de todo tipo de gesticulaciones producirnos temor y asco. En mí lo logró a la perfección, pero no lo descubrí hasta que Samuel se acercó y me dijo con total seriedad:

—No es verdad, no tienes que asustarte.

Dibujó una sonrisa amable y se sentó a mi lado con el ceño fruncido, como si de esa manera pudiera afirmar que nada pasaba. Samuel siempre generaba en mí esa sensación del niño con el ceño fruncido y aunque sus gestos se suavizaron con los años, siguió inspirándome la misma confianza loca.

Por eso, cuando de improviso comenzó a llorar y se alejó de nosotros, lo observé con la precaución de una fotógrafa frente a un animal poco común.

Tras este gesto tan abrupto miré a Blas buscando tranquilidad, pero él sólo negó con la cabeza y esbozó una sonrisa burlona.

—Imbécil, todos sabíamos que eso iba a terminar.

—Sí, pero no lo convierte en un tonto—Lo defendí—. Él comete esos errores... Bueno, casi todo el tiempo, pero ya encontrará a alguien y será feliz. A diferencia de nosotros, si seguimos siendo crueles e incapaces de decir lo que sentimos.

Oculté rápido la mirada tras el cabello y apreté los dientes conteniendo un nudo en la garganta. Crucé los dedos con esperanza. Si algún día Samuel lograba ser feliz, deseaba ser parte de esa felicidad. Yo realmente quería que él notara mis sentimientos y que dejara de llorar por esa chica. Ese fantasma en nuestra historia.

 Ese fantasma en nuestra historia

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Las cosas detrás del solDär berättelser lever. Upptäck nu