No podía asegurar si el zumbido en su cabeza era por la sangre que se arremolinaba en ella o la fricción que provocaba el tren contra los rieles.
Solo una cosa tenía segura en ese momento: su nombre era Claire. Claire Farron.
El sonido se detuvo. Un suave campanilleo resonó por el vagón y su cerebro actuó por si solo, indicándole que esa era su parada. Tenía una maleta, vaya, era negra y mediana; podía asegurar que le pertenecía solo por el hecho de que ella era la única maldita persona en el tren. Cierta vocecilla en su cabeza le señalaba que aquello no era bueno, ni de lejos.
El horizonte lucía como si un pintor primerizo hubiera decidido lanzar pinceladas de verdes y amarillos al azar, con pequeñas concentraciones coloridas esparcidas al azar, listas para reproducirse. Era primavera, sin duda.
La estación nuevamente estaba desierta; sin embargo, pasó de preocuparse por ello a sentir una inmensa tranquilidad, seguramente gracias al efecto embriagante de los miles de aromas que atosigaban y aquellas sutiles notas resonando en las bocinas.
Toda sensación de duda desapareció. De pronto solo era Claire Farron, sin ningún peso sobre sus hombros, sin ninguna voz diciéndole que no podía ser merecedora de tal tranquilidad. Sabía a dónde debía ir y sabía quién esperaba por ella en casa.
