6to grado. Primaria. 11 años.

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¿Viste cuando caes? Al principio no sabes bien que pasó, estás en el suelo, rodillas raspadas, las manos te arden. No tenés idea de cómo te caíste.

De a poco, cara en la tierra, recordás. La humedad del suelo es por el rocío que te cae del rostro.

Desde esa perspectiva solo se ven las caídas y eso es todo en lo que pensás.

Desde ese momento no sos más, no estás más, tocaste fondo. Tus manos destruyen todo lo que tocan, así que no tocas nada.

Día a día, el sol se esconde y vuelve a aparecer. Pero vos seguís igual, aunque en realidad ni siquiera sabes por qué.

Ya te olvidaste de la caída. Ahora el plural y el desorden de errores es lo que te atosiga.
Tarde o temprano, ni siquiera eso podes recordar.

Ahora estás en el piso, sin moverte, sin mirar, sin estar.
¿Qué pasó? Ya no sabes.

Llego la hora de levantarse pero no sabes cómo, no te acordás por qué caminabas, que movía tus pies.
Ahora es cuestión de moverte por inercia y encontrar, entre los restos, algo de lo que aferrarse.

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— Eh, fea —escucho que me gritan de atrás. — Ey, vos, gorda, te estoy hablando—. Risas, risas cómplices. Yo estoy acostumbrada, pero me duele que nadie salte y diga algo, que me defienda.

Sigo avanzando por los pasillos de la escuela, esquivando las miradas, tratando de pretender que no los escucho susurrar. Sé que hablan de mí, o me lo imagino, porque eso es lo que hacen normalmente: usarme como objeto de burla, diversión.

Siempre hay alguien del cual todos se burlan. Se complotan para gastarlo por alguna característica física, algún problema para hablar, o lo que fuera. Necesitan alguien de quien reírse para sentirse mejor con ellos mismos, deben desvalorizar al otro para asegurarse de que lo que ellos son, es mejor, es bueno. Y también sé, que soy solo yo quien le da poder a sus palabras...

Sé todo esto, pero aun así me duele.

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Llego al salón, me ubico en un banco al fondo, me apoyo contra la pared y dejo que el pelo se me escurra a la cara y me tape.

— Eu, ¿qué pasa? ¿Estás bien? —me pregunta Tamara, la única que me pregunta.

— Si, quédate tranqui, estoy bien.

— ¿Te están jodiendo de nuevo? —. Mueve la cabeza negativamente. — Dejalos, son unos tarados.

Sí, son unos tarados, pero tienen razón, ¿no?

Soy gorda, soy fea, o eso es lo que siempre me dijeron. Y tiene que ser verdad porque ya todos están de novios y yo estoy acá y nadie me mira, nadie piensa que soy linda, nadie me quiere.

Siento los ojos que se me humedecen, me duele el pecho. Levanto la mano y le pido a la profe ir al baño. Recién empieza la clase, me responde, pero ve mi cara fruncida en un puchero y me deja ir.


No vuelvo en toda la hora, me quedo ahí, esperando que pase el tiempo, hasta que suena el timbre y me levanto y vuelo hacia la biblioteca.

La de nuestra escuela está en un salón debajo de las escaleras, es chiquita, tiene muchos libros empolvados y una viejita igual de empolvada que los acomoda y los desacomoda para matar al aburrimiento. Yo vengo siempre a ayudarla, principalmente porque soy la única alumna que aparece por acá y eso me asegura que no va a haber nadie que me cargue o me meta trabadas o me quiera robar los chocolates que me compro en el kiosko, y segundo porque el olor a hojas viejas y amarillentas me da paz, me calma y dejo de querer llorar.

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Al terminar las clases vuelvo caminando a casa y mi mamá desde la pieza me pregunta cómo estuvo la escuela y yo le digo que bien, voy a la cocina y mi papa me pregunta cómo estuvo la escuela y yo le digo que bien, me siento en la mesa frente al plato de milanesa con papas fritas y ambos me preguntan qué hice hoy y si jugamos a algo con mis amigos y yo empiezo a comer.

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Llegó mi cumpleaños, solo vino Tamara a tomar la leche a la tarde.

Nos sentamos en la cocina y vimos una película.

Mi mamá cocinó galletitas.

Tamara solo se quedó un par de horas y se fue porque tenía clases de inglés.

Gracias por venir, le dije. Cerré la puerta y me acosté.

Feliz cumpleaños a mí.

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Las clases eran siempre más o menos parecidas, sentarme al fondo, escuchar a la profesora, hacer las tareas, quedarme sentada leyendo en el recreo y así hasta que terminara el día, la semana, el mes, el año...

Si quería hablar la tenía a Tamara. Claro, hablábamos de cosas cualquiera, banales, sin sentido; qué película habíamos visto el fin de semana pasado, de que figurita nos había tocado en el paquete que habíamos comprado ese día, de la nueva canción de las Bandanas y que si las íbamos a ir a ver cuándo tocaran acá, aunque era obvio que nunca íbamos a ir.

Aunque no fuera del todo real, Tamara era mi única amiga y no fue para menos el estado de shock en el que entré el día que me anunció que se mudaba a Córdoba y que ya no íbamos a ser más compañeras.

— A mi mamá le ofrecieron un trabajo, va a ganar mejor que acá y encima vamos a tener nuestra propia casa y no seguir viviendo en lo de la Chuli.

— ¿Qué tiene que sigas viviendo de tu abuela? —pregunté gritando indignada.

— Que no tengo mi propia habitación. La tengo que compartir con una mujer de 83 años que ronca y tiene las paredes llenas de estampitas de santos, cruces y angelitos de miradas vacías. Es horrible. Ni gas tenemos. Y para colmo nunca puedo invitar amigas a casa porque mi mamá se enoja. La Chuli se pone histérica si hay mucha gente, le hace mal, empieza a hablar de cualquier cosa — protestó levantándose de la silla. — Allá voy a tener un patio grande, un perro, una pileta. Vas a poder venir a visitarme en vacaciones y vamos a poder jugar en mi pieza. La voy a pintar de verde manzana y le voy a pegar muchos posters. Entendeme, a mí también me es difícil.

— Si, si, tenes razón

— No te pongas así. Vamos a seguir hablando y todo eso. Aparte el año que viene van a estar todos los del curso re felices porque es el último año de primaria y se van a tener que preparar para el viaje de estudio de 7mo. Va a estar buenísimo.


Él, amor de mi vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora