El Triángulo Sagrado

No puedo imaginar la altura de esta torre

Tizona se detiene junto a la gran puerta, flanqueada por ambas torres. Está entornada. Desmonto y voy hasta ella para abrirla lo suficiente e introducir la cabeza. Al otro lado el camino sigue, y a poca distancia, se alzan los primeros edificios en ruinas. No veo un alma. Abro la puerta, y pasamos. Avanzamos por el camino, haca el corazón de la ciudad, hasta que alcanzamos los primeros edificios. Admiro las estructuras que se elevan en las montañas a ambos lados. Están construidas en la pared de la montaña, hasta descender a la garganta que forma el valle, donde hay muchos edificios, en estado deplorable. En el centro se eleva una torre, donde debe haber una enorme plaza, hacia donde me lleva el camino. Las callejuelas a mi lado remontan la montaña en escaleras infinitas, alcanzando las estructuras más altas. Los enanos también son grandes arquitectos, sin duda. Esta ciudad, en su desorden, parece muy bien comunicada, aunque sus habitantes debían hacer grandes esfuerzos para recorrer sus calles. Bajan también canales de agua, y las alcantarillas dan cuenta del buen sistema que debe abastecer la ciudad.

Entonces veo algo fuera de lo normal. Al llegar a la plaza, esa cosa no puede pasar desapercibida. Parece un hombre, pero es enorme y robusto, aunque está sentado, apoyado en la torre. Me mira con un solo ojo en la cara, tan sorprendido como yo. Esa bestia, de cara deforme me observa atento a mis movimientos. Yo me he detenido en seco, ni me había dado cuenta, entonces monto por reflejo, y me dispongo a huir por donde he venido. ¡Por todos los Dioses del Olimpo, ¿es un cíclope?!

Escucho un grito a mi espalda mientras me lanzo al galope. Me giro, y veo que se ha levantado. Tiene la mano tendida, pero no hace ademán de perseguirme. Yo huyo con el corazón latiendo a toda prisa, hasta que lo pierdo de vista. Entonces me detengo. Tengo que saber qué es esa cosa. Damos media vuelta, y regresamos despacio, listos para volver a correr. Pero esa bestia sigue allí, en la plaza, esperándome. Tras él, la torre nace desde un gran edificio que debió ser hermoso en otra época, mientras que otras estructuras, o lo que queda de ellas, forman la plaza, que no es demasiado grande. En el centro hay un gran pozo, bajo una estructura de madera que se cae a pedazos.

Me grita de nuevo, pero no parece tener intenciones ofensivas. Es obvio que no me teme tampoco, y no lo culpo, pues yo estoy muerto de miedo ante él. Da un paso, con gesto sosegado. Retrocedemos la misma distancia. Entonces se detiene, y vuelve a decir algo. Debe alcanzar al menos tres veces mi altura, y es musculoso. Viste pieles de animales cosidas, que le cubren el pecho hasta las rodillas. Va descalzo y es calvo. Y, a pesar de la deformidad de la cara, su expresión es calmada.

Me dice algo más en tono serenado.

–¿Qué o quién eres? –pregunto, y ante mi sorpresa, me responde en mi lengua.

–No voy a hacerte daño. –Se expresa a duras penas, esforzándose por recordar cada palabra antes de decirla.

–¿Hablas heleno?

Asiente. –Soy un cíclope. Eso debería responder a ambas preguntas. –Parece que sonríe–. Acércate, no te lastimaré.

Está claro que a priori esto no es buena idea, pero en su rostro hay inocencia, a pesar de la deformidad, así que sin desmontar, avanzamos lentamente, hasta llegar a él. Tizona se resiste, asustada, y llego hasta donde ella me permite.

–Mi nombre es Ödrolo.

–Mnesarco –respondo sin saber bien por qué–. ¿Cómo es que hablas mi idioma?

–Soy un cíclope –repite fastidiado–. Yo nací en las montañas, no lejos de esta ciudad, cuando los enanos la habitaban. Pero mis ancestros llegaron desde el Plemirión, cuando fueron expulsados. ¿Eres heleno?

Asiento, aunque no sé si es la mejor respuesta ahora. Según cuentan las epopeyas, lo cíclopes fueron creados por los Titanes, a quienes les dieron numeroso regalos, construyendo grandiosas ciudades para los elfos.