Capítulo 4: La Aldea

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Así se llegó la media mañana, y la carreta de Dorteb atravesaba el pequeño atrio que daba entrada a la aldea, por el oeste. Se trataba de un caserío de unas veinte cabañas, aunque la mitad de ellas eran lugares comerciales, todas emplazadas a los lados de un solo y largo camino. Los viajeros se bajaron, tras dejar estacionada la carreta a orillas del mismo.
De este modo, comenzaron las indagaciones.
A este punto, Madelín no había pensado qué es lo que tendría que hacer una vez arribaran al pueblo. Tal parecía que estaba tan sumida en la mentira que se había montado, que olvidaba que ninguna respuesta serviría, pues no existía caravana de comerciantes alguna por la cual preguntar. Sin embargo, adaptó de inmediato su estrategia, de modo que dejó que Dorteb hiciera las consultas, mientras ella indagaría sobre cómo llegar al reino del Sur o, en su defecto, averiguar derechamente el paradero de Brenar.

La mañana pasó sin encontrar novedades (como era de esperarse), y el mediodía los descubrió comiendo de sus colaciones, sentados sobre su carreta. Madelín disfrutaba de la comida con ganas y sonriendo. La verdad es que, a pesar del cansancio, cada vez sentía que el estar con aquellas personas tan desprendidas y despreocupadas de las riquezas, la hacía sentir más plena que nunca.

Y así se llegó la tarde.
En medio de las tareas de averiguación estaban, cuando Dorteb de pronto se paró en seco, mirando hacia una esquina de la calle por la que iban. Al observar en la dirección que el hombre miraba, Madelín vio a dos hombres altos, ataviados de modo distinto a los lugareños: eran dos Guardias Reales. Ambos conversaban animadamente con unas aldeanas jóvenes, quienes les sonreían coquetamente.
El corazón de la niña saltó del susto, al mismo tiempo que Dorteb procedía a caminar en dirección de ellos. Pero Madelín lo tomó del brazo, con los ojos suplicantes. El hombre la miró extrañado, pero la agarró ahora él de su delicado brazo, para llevarla a presencia de los hombres armados. Mientras caminaban, Dorteb la calmaba con palabras ya conocidas, aunque sin éxito, pues la niña se resistía cada vez más, a medida que se acercaban.
Estaban a punto de llegar donde ellos, cuando de pronto, el grito de una mujer alertó a todo el gentío que circulaba por la calle.

— ¡Bestias! ¡Los Bestias! ¡Nos atacan los Bestias!
La mujer que gritaba venía corriendo agitadísima, desde las afueras del pueblo. Algunos aldeanos salieron a su encuentro, llevándola de inmediato a un lugar seguro.
Madelín miró a Dorteb, y luego a los guardias, con el corazón en la mano, llena de expectación sobre lo que pasaría.
Dorteb, por su parte, frunció el ceño ferozmente, como si supiera a qué se refería la mujer auxiliada. Los guardias, no mostraron mayor excitación al respecto, y en su lugar, procedieron a ir en dirección de donde la mujer había llegado. Caminaban con seguridad y altivez, demostrando una seguridad que rayaba en temeridad. Madelín pensó si acaso serían tan capaces como parecían para enfrentar la amenaza que había sido anunciada.
Los aldeanos corrieron a refugiarse en sus propias casas, cerrando con seguro o trancando sus puertas. Dorteb tomó a la niña de la mano, llevándola hacia un rincón, entre dos casas, a fin de esconderla: no habían hogares que los resguardaran, por lo que el hombre decidió proteger a la niña, al tiempo que corría en dirección de su carreta en busca de algo que usar como arma.
Al cabo de unos minutos, cuando Dorteb ya se encontraba en medio de la calle, hacha en mano, cerca de donde Madelín se hallaba refugiada, un ruido como de animales rugiendo llegó desde el sureste, donde los guardias esperaban despreocupados.
Así fue como la princesita vio por primera vez a los hombres-bestia, quienes venían corriendo en cuatro patas, furiosos y a toda velocidad en dirección de la aldea; algunos llevaban algo que brillaba en los hocicos: era fuego, antorchas de fuego. La niña se espantó sobremanera, y sintió que el terror paralizaba todos sus miembros. Su corazón agitado casi se salía de su pecho. Ahora entendía el porqué del epíteto usado por la mujer, y el porqué de la expresión ceñuda de Dorteb.
Su exaltación creció de golpe al ver cómo los Guardias Reales eran abatidos de un solo movimiento por los bestiales invasores, dejando un reguero de sangre por todos lados, al tiempo que desmembraban a los infelices con una mezcla de euforia y furia inconmensurables. Al mismo tiempo que unos se deleitaban en esa carnicería, los que llevaban el fuego en sus hocicos, procedían a erguirse en sus cuartos traseros, y con las garras delanteras, esgrimían las antorchas prendiendo fuego a las casas aledañas: pronto los habitantes que sufrían el incendio de sus hogares, salían asustados del interior, en llamas, sólo para ser emboscados por los bestias, y asesinados en el acto.
Al mirar hacia donde Dorteb estaba, Madelín temió lo peor: ¡ese hombre, ese valeroso y humilde hombre, sería asesinado por aquellas terribles criaturas! ¡y ella sería la siguiente! De pronto, una idea vino a su mente tras estas interrogantes: "¡Y yo, qué haré para ayudar?". Un misterioso valor comenzó a inundar su pecho, y así, sin pensarlo, salió de su escondite, en dirección de Dorteb.
Algunos hombres-bestia habían divisado al hombre desde que entraron en la aldea, y ya corrían en su dirección, cuando la niña apareció también en escena. Dorteb, que los esperaba ansioso y valiente, notó también la presencia de la niña a su lado. Espantado por esta visión, perdió la concentración de su postura, y así fue como un bestia se arrojó encima de él con gran violencia.
Madelín vio con horror cómo el cuerpo de Dorteb salía disparado hacia atrás: pero también vio cómo el hacha que llevaba por arma se había incrustado en el pecho del bestia, causándole una herida que interrumpió su ataque. La princesa corrió de inmediato para llegar donde el hombre había sido expulsado, sin fijarse que justo otro bestia corría tras ella, presto para arrojarse encima suyo. Sólo cuando sintió un tirón que desgarró las faldas de su vestido comprendió que había sido alcanzada. Y aunque intentó escapar, la fuerza del atacante era descomunal: con un solo movimiento, la dio vuelta, arrojándola al suelo boca arriba. Así fue como Madelín pudo ver cómo era este hombre-bestia: un ser antropomorfo, pero con garras en manos y pies, así como con unas orejas largas que caían a los lados de su cara; ésta, era pequeña, y tenía dos ojos negros y una boca ancha que mostraba todos los dientes afilados y salivantes; pelo de color castaño y negro cubría casi todo su cuerpo, salvo el rostro y las palmas de sus manos. Madelín tiritó del terror, y lloró, pero cerró fuertemente los ojos, entregada a lo inevitable.
De ese modo, no pudo ver cómo una lanza atravesaba por completo a su atacante, expeliéndolo hacia atrás con la misma violencia con la que él la iba a atacar a ella.
Luego, escuchó un ruido atronador de cascos de caballos sobre el camino, y un silbar de flechas sobre su propia cabeza: al abrir los ojos, entre las lágrimas pudo ver cómo los recién llegados daban muerte a los atacantes. Los caballos pasaban por el lado suyo, evitando pisarla, aunque ella se acurrucó lo más que pudo, intentando salvarse de ser atropellada.
Una polvareda impidió que viera lo que pasaba allá lejos, donde el ruido de gruñidos y chillidos de dolor bestial daban cuenta de lo que pasaba tras la bruma.
Si bien se había librado de ser asesinada, aun así la caída que le provocara el hombre-bestia, habíale propinado unos buenos moretones, así como el desgarrón en su vestido dejaba ver las marcas de la garra del atacante sobre una de sus piernas. Arrastrándose con esfuerzo, llegó hasta donde Dorteb aún se encontraba tendido, boca abajo.
Temiendo lo peor, se armó de valor, y entre lágrimas, logró girar el cuerpo de su anfitrión y protector: éste tenía los ojos cerrados, pero frunció el ceño y con una mueca de dolor, recobró el conocimiento. Al ver a la niña sollozante junto a él, preguntó con la mirada. Madelín le indicó con la suya en dirección de la polvareda y el ruido. Dorteb esbozó entonces una leve sonrisa, y arrojó de nuevo la cabeza hacia atrás, como aliviado. La princesita apoyó la suya sobre el pecho herido del hombre, mientras lloraba sin cesar. Dorteb levantó la mano lentamente, para apoyarla sobre la cabeza de la niña, a modo de consuelo.

MadelínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora