CAPÍTULO VI

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Michael estaba feliz de volver a tener contacto directo con Thais. La había observado durante años, había sentido lo que ella había sentido, había llorado cuando ella lo había hecho y sobre todo, había reído, había reído mucho, con su sentido del humor, con sus despistes, con su nobleza, con su alegría de vivir, no podía negarlo, poco a poco se había ido enamorando de ella. Recordaba aquella chiquilla de doce años, con su cabello largo recogido en una coleta, su manera despreocupada de vestir, que aun conservaba y su irónico sentido del humor. Sentado allí, en su oficina, pensaba en su reciente encuentro y deseaba que llegara las siete de la tarde para volverla a ver.

Se levantó, cogió su elegante chaqueta sport y se la colocó sobre su camiseta negra. Aún conservaba la sonrisa de felicidad después de hablar con Thais pero se le nubló al comenzar a pensar en todo lo que les quedaba por hacer.

Bajó por el ascensor hasta el parking subterráneo del bloque de oficinas. A Michael le habían ido muy bien las cosas. Había terminado con extraordinarias notas, sus estudios de programador, sobresaliendo del resto de sus compañeros. Antes de terminar la carrera universitaria, ya estaba formando equipo con un grupo de profesores y realizando diversos trabajos informáticos para algunas empresas de prestigio.

Llegó a un bloque de apartamentos, donde vivía en un modesto, pero bien acomodado ático, de unos 60 metros cuadrados. Estaba dividido en dos plantas comunicadas con una escalera de caracol. En la inferior tenía una pequeña cocina, comunicada con el resto de la habitación por una barra americana. El salón tenía un sofá de piel blanca con una rectangular mesita supletoria de cristal, que junto a la gran luminosidad, daba más amplitud al lugar. El aseo pequeño y con una placa ducha completaba esa primera parte del ático. Subiendo por la escalera de caracol llegabas al dormitorio de Michael. Una pequeña cama con una mesita de noche, donde reposaba una pequeña lámpara y el libro que le acompañaba esas noches, " 39 grados " , un libro que le había desilusionado bastante, esperaba más de él y de su autor Parker Lord, pero Michael era incapaz de dejar un libro sin concluir por mucho que le aburriera. En un lateral de la habitación estaba su escritorio, con una computadora de última generación y un mueble-librería colgado sobre él.

El dormitorio tenía una puerta cristalera que daba a una pequeña terraza, donde tenía una mesita con dos sillas de forja negro, le encantaba sentarse ahí por las noches después de cenar, a leer un rato.

No tenía mucho apetito, abrió la nevera y saco una ensalada preparada y envasada al vacio, ese sería su almuerzo.

A unos 560 kilómetros de allí, Ruth Thompson, comía un bocata que consistía en dos rebanadas de pan de sándwich, con una selección de lechugas variadas, un par de rodajas de tomate kumato, una pechuga de pollo pasada por la parrilla, dos lonchas de queso fundido y bacon tostado en tiras. Lo había acompañado con una abundante ración de patatas fritas.

Ruth, de dieciséis años de edad, vivía con su padre, un alcohólico que pasaba la mayor parte del día roncando en el sofá, con una montaña de latas de cerveza vacías al lado.

Desde muy temprana edad, Ruth había aprendido a cuidarse sola, su madre murió cuando ella tenía apenas cinco años, guardaba un recuerdo fugaz de ella. Lo que más recordaba era su dulce voz cantándole cuando quería relajarla para dormir y el suave tacto de sus manos. Su padre, Marvin, jamás superó su perdida, se culpaba por no tener la suficiente personalidad para cuidar de su familia, si él en vez de estar bebiendo con sus amigos en el bar, hubiera ido a recoger a su mujer al precario trabajo que realizaba para poder mantener a su familia, a ella no la hubiera atropellado aquel vehículo, paradójicamente, conducido por otro borracho.

Ruth sabía cuidarse sola, desde que su madre se fue, había tenido que hacerlo, tenía "talento" para ello, siempre lo había tenido, pero sobre todo a partir de cumplir los diez años. Su padre apenas se daba cuenta, cuando estaba algo más sobrio y se asombraba de algo fuera de lo normal que hiciera Ruth, se iba a la nevera, cogía una lata de cerveza bien fría, se la tomaba y se ponía a ver la tele. Marvin, como su hija lo llamaba, jamás le decía "papá", había trabajado en un centenar de sitios, nunca duraba mucho en ninguno. En el que más había durado había sido en uno de guarda de noche, en una finca de árboles frutales, a unos diez kilómetros de la ciudad, un trabajo muy tranquilo, estuvo en ese puesto unos nueve meses, la mayoría de las noches se dormía después de matar el aburrimiento con alguna botella amiga. Su suerte terminó cuando unos delincuentes comunes, entraron a divertirse un rato, dañando múltiples cabezales de riego y varearon la mayoría de los árboles. A Marvin ni lo vieron, dormido como casi siempre, en una pequeña habitación prefabricada en un lateral de la finca.

CONEXIÓN (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora