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Aurora estaba muerta. Todas esas semanas las figuras de San Marco habían sido rostros anónimos, imposibles de distinguir en la distancia. Pero entonces Aurora subió los escalones que habían construido para Beate, y Beate no necesitó verla de cerca para saberlo igual que no necesitó explicaciones para saber que, de alguna manera, había sido culpa suya. Tardaron horas en llevarse el cadáver, vestido con una túnica de presidiaria que le quedaba grande y balanceándose en la indiferencia de la plaza, olvidada por completo una vez terminado el espectáculo. Beate se quedó en la ventana, demasiado aturdida para reaccionar, con la culpa llenando la celda hasta que se le encharcaron los pulmones. Notó que las piernas le fallaban un segundo y arañó la piedra del alfeizar, destrozándose las uñas. No se merecía perder el conocimiento, era demasiado fácil. Al caer se golpeó la cabeza contra la pared, pero ya no se dio cuenta.

La niebla empezó a caer entonces, mientras soñaba con escenarios familiares y momentos rutinarios. En todos ellos Aurora se unía al baile o a las preparaciones con los ojos vidriosos y la marca de la soga, y un cuello que dejaba su cabeza colgando en ángulos equivocados, hasta que la Beate dentro del sueño aprendió a gritar sólo con oir el susurro de sus zapatillas. Entonces las paredes se quebraban y caían juntas a través de decorados de papel pintado, y Beate trataba de no mirarla mientras giraban a toda velocidad. Pero Aurora estaba dentro de sus párpados y cuando volvía a abrir los ojos la Beate dentro del sueño lo había olvidado todo menos una sensación fría detrás del esternón, sentada en el claustro, colgando cortinas en un salón, esperando sin saberlo una y otra vez a que volviera el cadáver.

La niebla, densa y flotante, se enganchó en las torres de Venecia, pero con el toque de queda los venecianos la confundieron con una noche especialmente nublada. Jirones de vapor se colaron en los sueños de Beate, los volvieron irreales y livianos, a medida que su respiración se normalizaba y pasaba a estar dormida en vez de inconsciente. Y por fin gritó dentro del sueño y gritó fuera, a la vez, y se encontró tumbada junto a la ventana del Campanile con el corazón a punto de salírsele del pecho. El aire aún vibraba, tratando de recomponer el silencio sepulcral de la celda, y Aurora ya no estaba esperando detrás de la puerta. Se quedó tumbada, aterida de frío y de culpabilidad, hasta que se encontró volviendo a cerrar los ojos. Entonces tuvo miedo de volver a quedarse dormida y se incorporó.

El cuervo de Balou la miró sin un graznido de reproche. Beate ni siquiera se había dado cuenta de cuándo había llegado, a pesar de que esa noche el paquete de piezas era pesado y lleno de esquinas y aristas amenazando con reventar la tela. Lo miró sin tocarlo. Si Aurora había muerto por su culpa tal vez había sido por eso, por los paquetes de Balou cada noche, por las pequeñas muestras de ingenio que había construido y dejado caer, descuidadamente, pensando que nadie prestaría atención a un pequeño proyectil flotando torre abajo. Tal vez había estado allí, recogiéndolas, tal vez se había encontrado con Balou y alguien la había visto, algún noble abriendo la ventana para respirar aire fresco. Nunca le había dicho a Aurora nada sobre los ingenios. Sólo Lara lo sabía, pero Lara había intentando desesperadamente olvidar lo que había pasado. A Beate se le escapaba la relación, el momento concreto que podía darle sentido a su hipótesis, con cada punzada de dolor atravesándole las sienes.

Incluso si Aurora de alguna manera había contactado con Balou y muerto por ello, no había nada que pudiera hacer. Ignorar los cuervos, los globos que se enganchaban en la ventana y las piezas bajo el colchón no iba a traerla de vuelta. Y sin las piezas Beate no tendría otra cosa que hacer que dormir y encontrar su fantasma esperando detrás de todas las puertas, en todos sus sueños. El cuervo se dejó liberar casi con docilidad y todavía permaneció unos minutos en la ventana mientras Beate sopesaba la bolsa entre sus manos. Las luces de San Marco pintaban sombras en el patíbulo vacío. Aurora estaba muerta y ella iba a morir. En el mejor de los casos, deshacerse de los mecanismos o esconderlos había sido un gesto inútil. Beate sacó las piezas de debajo del colchón y extendió los contenidos de la bolsa recién recibida sobre la mesa, aliviada al encontrar lo que parecía un aparato complicado que la mantendría despierta durante horas o días. El amanecer llegó y pasó de largo. Cuando la puerta se abrió para dar paso a la bandeja del almuerzo tardó varios segundos más de lo habitual en cerrarse, pero ya no importaba.

Si se hubiera acercado a la ventana o levantado la vista, si se hubiera permitido pensar en algo que no fueran las relaciones entre las piezas, doradas y pulidas hasta el resplandor, se habría dado cuenta de que el transbordador no había zarpado aquella mañana. De que en los tejados de San Marco habían aparecido, de repente, cuervos negros y silenciosos. Los pescadores que salieron aquel día volvieron con las redes vacías, como si los peces de la laguna se hubieran retirado a una profundidad a la que no llegaban ni anzuelos ni lastres.

Completó el mecanismo poco antes del anochecer, pero no era un mecanismo. Tenía una forma que recordaba a los peces espada que llegaban a la cocina de palacio, conservados en sal y traídos desde Noruega, pero no era un pez. La última pieza ni siquiera era de metal; era Balou, o algo parecido a Balou, esculpido en barro y pintado de azul. Beate no lo había reconocido hasta que no lo tuvo en la mano. Le dio vueltas entre los dedos, descubriendo que sabía dónde encajaba. Por primera vez en todo el día un poco de la atmósfera expectante de la isla empezó a abrirse paso hasta su celda.

La máquina tenía una cabina, casi como la del trasbordador, y el Balou de barro encajaba en ella a la perfección. Los mecanismos anteriores habían sido juguetes. Éste era una maqueta.

Beate respiró hondo y separó la silla de la mesa. Antes incluso de llegar a la ventana vio que la niebla era tan espesa que no podía distinguir el cielo o el sol. La luz tenía un color violáceo, un crepúsculo artificial que volvía cada sombra y cada plano infinitamente nítido. En la plaza de San Marco se había reunido una multitud en corros de aspecto huidizo, señalando al cielo, a los pájaros negros. Nadie parecía consciente de a qué velocidad se estaba ocultando el sol, incluso detrás de la niebla. Desde su posición privilegiada, a vista de pájaro, Beate fue la primera que vio la laguna vibrar.

El estruendo fue sobrecogedor. Pareció que la bóveda celeste estaba rasgándose por la mitad, acompañando al hielo que se quebraba en todas direcciones con el sonido de una campana de cristal partiéndose en pedazos y amplificado un millar de veces. Al otro lado del canal el tejado del Palacio de Justicia tembló y los pilares que lo mantenían a flote sobre la laguna se tambalearon. Beate soltó un grito de sorpresa pero ni siquiera pudo oirse a sí misma. La laguna se abrió, partida en dos, escupiendo a la superficie desde el fondo oscuro un monstruo brillante, construido de escamas de hierro y bronce. Un monstruo familiar, con forma de pez espada. El grito de Beate se unió a miles de gritos más, toda la ciudad unida en un momento de terror absoluto mientras la máquina, tan grande como la plaza de San Marco, salía a flote ante sus ojos y comenzaba a escupir ingenios desde sus tripas de metal.

AcquaforteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora