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Siguieron llegando. Beate guardó la primera caja bajo la almohada y apenas durmió, desvelada por la preocupación y la incomodidad. Sólo se atrevió a echarle un vistazo furtivo al amanecer y la forma de las piezas le obsesionó durante el resto de la tarde, mientras las giraba y trataba de encajar dentro de su cabeza. Le picaban las manos de ganas de sentarse a la mesa con ellas, pero en el momento en que se decidía le parecía escuchar pasos en las escaleras, o una puerta que se abría, y el proceso volvía a empezar.

El cuervo negro volvió a la misma hora esa noche, justo después del toque de queda, esta vez con una pequeña bolsa de piel. De nuevo, Beate lo alimentó y se quedó con el envío. Durante unos minutos, al amanecer de su quinto día de encierro, dispuso las distintas piezas sobre la mesa y las examinó dando la espalda a la puerta. Todas despedían un brillo azul, embebido en el propio metal, como algunas de las que formaban el cuerpo de Balou. Deseó que el ingenio hubiera incluido una pista, por pequeña que fuera, sobre qué formaban. Porque tenían que formar algo, de eso no tenía duda. Una llave, un instrumento para forzar cerraduras, algo que pudiera hacerla desaparecer y volver a aparecer en el suelo, en lugar seguro. Esa noche, tras el toque de queda no hubo aleteos ni graznidos en los barrotes de la ventana. Beate esperó sentada en la cama, arañando la piel suave de la bolsa bajo la almohada hasta que sintió el ante flaquear y adelgazar bajo sus uñas. Cuando quedó claro que el cuervo no iba a llegar, se decidió a llevar las piezas a la mesa una vez más. Por primera vez tomó asiento para examinarlas, sin preocuparse por que los guardias aparecieran de improviso; en los días que llevaba allí sólo habían venido a traerle la comida y la cena, y en el silencio hermético de aquella noche cualquier paso en las escaleras la avisaría con tiempo de sobra. Tomó aire y se puso manos a la obra. Las horas que había pasado imaginando las piezas durante el día y recordando las conversaciones con Balou en la laguna volvieron poco a poco, mientras probaba distintas combinaciones. Algunas eran de un metal sólido, denso, con un claro objetivo funcional, mientras que otras eran de algo parecido al latón. Se dio cuenta pronto de que el mecanismo era un resorte sencillo, pero sus manos estaban poco acostumbradas a trabajar apretando tuercas con las uñas o encajando muelles y para cuando se quedó sin piezas el sol ya arrojaba la sombra alargada del Campanile sobre la plaza de San Marco.

Había esperado una llave, pero Balou le había enviado un juguete: una pequeña rana azul que saltaba al apretar su espalda y siempre caía de pie. Beate jugó con ella en el suelo mientras digería su decepción. Poco antes de la hora de comer la puso en el alfeizar de la ventana y, apuntando bien, accionó el resorte por última vez. La rana se coló limpiamente entre los barrotes de la ventana y trazó un arco amplio y elegante en su descenso hacia la plaza. Beate no llegó a ver dónde caía, pero antes de que tocase el suelo ya se había arrepentido de lanzarla. Era pequeña, podía haberla guardado debajo de su almohada.

Aquella noche llegó una bolsa más grande, colgada del estómago de un trasbordador en miniatura que sólo se detuvo a la altura de la ventana unos segundos, empujado por el viento. Si Beate no hubiera estado ya asomada con los brazos colgando en el aire se le hubiera escapado. Lo observó ascender tanto como pudo, convertido en una segunda luna ovalada y brillante, sorprendida ante la osadía de Balou. Las calles y la plaza, como de costumbre, estaban completamente vacías. A partir de entonces recibió un paquete cada noche, sin notas y sin instrucciones, piezas de todos los tamaños que cupieran a través de las rejas, de distintos colores. Los envíos llegaban mezclados, pertenecientes a distintos proyectos. Los guardaba también bajo el colchón, se clavaban en su espalda cuando se echaba a dormir, dibujándole cardenales nuevos sobre los viejos. Y siguió esperando llaves, ganzúas, instrumentos mágicos. En su lugar montaba pequeños vehículos que corrían en círculos durante diez minutos sin necesitar nada más que un empujón, o trampas para ratones que accionaba sin querer mientras comprobaba que no les faltase ninguna pieza. Algunas no tenían utilidad alguna, como el pequeño pájaro que alzaba y bajaba la cabeza con un latido regular que a Beate le traspasaba el tímpano. Otras, como la pequeña lámpara que se encendía con un chasquido y mantenía la llama viva sin necesidad de cabos o cera, le permitieron trabajar más rápido y mejor. Conservó la lámpara y algunas otras cosas, y el resto lo lanzó por la ventana cada anochecer. Nunca vio a Balou recogerlos, pero sabía que lo estaba haciendo y aquello, más que los juguetes y la satisfacción que le daba completar alguno especialmente complicado, fue lo que la mantuvo cuerda.

***

El mediodía del día veintidós Beate despertó, como de costumbre, cuando escuchó la puerta y la bandeja del almuerzo posándose en el suelo. Su primera reacción siempre era comprobar con una mano que su última labor seguía oculta bajo la almohada, sin levantarse por si al hacerlo otras piezas se escapaban de debajo del colchón. Se había adaptado a una rutina similar a la del claustro: dedicaba las tardes a revisar en su cabeza lo que había hecho la noche anterior y lo que pensaba hacer esa, pero el trabajo de verdad no comenzaba hasta que oscurecía y el toque de queda vaciaba los canales y llenaba los salones. La noche anterior había empezado un nuevo proyecto. De momento sólo tenía una ligera idea de qué piezas lo formaban, porque desde hacía días ya no estaban pintadas de colores, pero eran todas pequeñas, delicadas. Se había ido a la cama con el corazón revoloteándole en la garganta y la sensación de estar a punto de dar un paso adelante. La había tenido en otros momentos, siempre equivocada, pero nunca tan fuerte. Recogió la bandeja del suelo y se sentó a la mesa, desmenuzando el pan y removiendo la sopa hasta que se quedó fría, absorta en el cielo gris sobre la plaza y en los movimientos de los obreros que traían y llevaban largas planchas de madera opaca desde el embarcadero. Poco a poco quedaron descartadas decenas de fiestas y actuaciones públicas, lecturas de edictos y subastas que requirieran un estrado, mientras asumía, masticando lentamente, que lo que estaban construyendo era su horca.

Al principio pareció que pertenecía a un mundo aparte, allí abajo, junto a los soportales de la fachada Este de las galerías de San Marco y los paseantes que se detenían a observar a los cuatro peones que iban formando la plataforma. Después de veintidós días, Beate sentía que las casas de Venecia y la gente que conocía allí abajo estaban a la misma distancia que las casas colgantes de Seattle, en lo que a ella respectaba. Esa distancia irreal sólo se había roto dos veces, con sendas notas de Giacomo y Lara escondidas bajo el cuenco de la sopa, un par de líneas escritas a toda velocidad, temblorosas en el caso de Lara y casi ilegibles en el de Giacomo. Habían llegado con ocho días de diferencia entre sí pero eran extrañamente similares en contenido: ambas pedían que esperase, que no perdiera los ánimos, que iba a salir de allí. Ambas incluían la fecha decidida para su ejecución casi como un dato insignificante, perdido entre las promesas vehementes de libertad. Después de leerlas varias veces y romperlas en pedazos diminutos la distancia entre Venecia y el Campanile volvía a recomponerse. El tiempo corría sólo simbólicamente y todos los días eran en realidad el mismo. Pero ahora que podía ver el suelo del estrado tomando forma e imaginarse las marcas de tiza que señalaban dónde iría la trampilla, pudo sentir cómo la isla la reclamaba de nuevo.

Durante el resto de la tarde volvió una y otra vez a la ventana, como un capataz comprobando el trabajo de los carpinteros. Podía ver incluso a esa distancia que la madera era vieja y desprovista de valor; restos de deslizadores que no se habían construido o deshechos de alguna casa renovada. Bajo sus pies, la piedra basta de los suelos del Campanile se volvió quebradiza, delgada, a medida que el sol bajaba sobre los tejados y el patíbulo tomaba forma. Era pequeño y cuadrado, sus pilares tan altos como un hombre. Cuando los carpinteros dieron la jornada por concluida, media hora antes del toque de queda, la plataforma ya estaba completa y los materiales para el día siguiente apilados junto a ella. Se habían dado prisa; su ejecución estaba fechada para el mes siguiente. El cuervo de Balou llegó con las campanadas. Beate extendió la mano de forma automática para desatar el paquete y soportó sus graznidos de reproche cuando le espantó sin ofrecerle nada de comer. Esa noche no se sentó a la mesa y apenas durmió, y aunque pasó la mayor parte del día siguiente observando a los carpinteros no hubiera podido recordar en qué momento se apartaron de la estructura, habiendo dado el último golpe de martillo, para decidir que la horca estaba lista.

Beate esperó que la puerta se abriera toda esa noche, aunque sabía que ni siquiera Giovanna se atrevería a violar el toque de queda, y los dos días siguientes, sorprendiéndose cada vez que volvía a anochecer. Guardó los paquetes que Balou seguía mandando bajo el colchón y la almohada, tras la mesa y en el punto ciego del alfeizar de la ventana. Siguió esperando incluso cuando la multitud se congregó en la plaza de San Marco a partir del amanecer, en torno a su patíbulo, para ser testigos de su ejecución, y una mujer que no era ella subió los escalones de madera podrida con la cabeza alta y las manos atadas a la espalda. Hubiera reconocido su forma de moverse en cualquier sitio, porque era también la suya, la que había aprendido en el claustro. Se unió a la inspiración repentina del resto de la audiencia, como si estuviera con ellos en la plaza, cuando el verdugo deslizó la soga alrededor del cuello de la condenada. Su imaginación salvó la distancia que las separaba y aunque estaba demasiado lejos para verle la cara sintió que Aurora alzaba la vista hacia el Campanile, que podía ver sus manos aferradas a los barrotes. Llevaba semanas sin hablar; no pudo chillar. No pudo darle la espalda mientras caía. 

AcquaforteWhere stories live. Discover now