Capítulo XXI

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Claro que lo sabía. Y aun así... quería más de lo que Wolf decía que podía ofrecerle. Cerró los ojos, luchando contra la fatiga. Estaba agotada, porque Robert, en su afán de recuperar el tiempo perdido, no le había dejado ni un momento de descanso. En cuanto él había salido por la puerta, Blanche se había desplomado sobre la cama y se había dormido, temblando, con la sensación del orgasmo todavía presente en todo su cuerpo.

Y ahora él. Wolf. Delante de su casa, con la camisa pegada a los músculos del pecho, los pantalones tensos, los puños apretados, desaliñado y elegante. Pecado puro, tentación y aventura.

No podía permanecer indiferente a su presencia. Su propio cuerpo reaccionaba, ni siquiera el cansancio refrenaba los impulsos carnales que se apoderaban de ella. Pero sabía que si se rendía a él, volvería a sufrir. Ya estaba sufriendo una dolorosa tortura sexual con Robert, excitante y satisfactoria en el plano físico, pero que le dejaba un vacío en el alma del que no podía evitar culparse.

¿Por qué sentía placer, por qué disfrutaba, si no lo deseaba?

Se llevó una mano a la boca, para reprimir un sollozo. No quería ver a Wolf, quería que se marchara, porque su presencia dolía. Era un sueño inalcanzable, algo que nunca podría tener, algo que nunca debía desear. Algo que jamás tendría que haber probado. Por muchas palabras que él le ofreciera, por muchas promesas que le hiciera, no la amaba. ¿Por qué iba a hacerlo? Era una mujer débil que no merecía más de lo que la vida le había permitido tener.

—Blanche... —gruñó él, dando un paso hacia ella, acercándose hasta quedar pegado al hueco de la puerta—. Déjame entrar.

—No. —Fue una respuesta automática, un mecanismo de defensa, puro instinto de supervivencia. Enseguida percibió que su negativa sacudía a Wolf de pies a cabeza—. Te dije que tenía que pensarlo.

—¿Y cuánto tiempo necesitas? —insistió él.

—El que sea necesario.

«No te lo crees ni tu, zorra». Aquellas palabras acudieron a su mente y las apartó cerrando los ojos.

Pero así se sentía; como una adicta al sexo luchando contra el deseo de saciar el hambre atroz que la devoraba. Robert no era suficiente para ella, por muy brutal que hubiera sido el sexo de los dos últimos días, su marido no llegaba a satisfacerla del todo. Wolf había rozado la perfección, pero tampoco había sido suficiente, y ahora que había podido comparar, solo sentía ganas de huir. Ninguno la amaba por lo que era, solo luchaban por demostrar lo bien que podían hacerla gozar. Se sentía atrapada en medio del fuego cruzado, entre dos bandos, entre dos hombres que solo querían sexo; uno al que no se podía resistir, que deseaba en todas sus formas.

Era todo demasiado confuso. Siempre había soñado con amar y ser amada, con sentir pasión y recibir ternura. Ninguno le ofrecía eso de verdad, solo lujuria. Wolf era atento y caballeroso, pero se cansaría de ella. Robert era el único que podía ofrecerle estabilidad, física y mental.

—Blanche... —La voz del hombre bajó varios grados hasta volverse tan grave que se le erizó la piel de los brazos—. Sé cómo te sientes. Sé que es culpa lo que te corroe. No te quiero obligar, no te quiero exigir, pero ahora mismo, necesito que abras la puerta, porque estoy a punto de echarla abajo y no quiero que tus vecinos llamen a la policía...

Se aferró al marco cuando le temblaron las rodillas.

—No. No puedo estar segura de lo que puede suceder si te dejo entrar —confesó—. No quiero perder el control, no en mi casa. No quiero ser la mujer a la que su marido encuentra en la cama con otro hombre...

El señor Wolf y la señorita Moon ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora