7. La huida

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Me encontraba sola.

No podía sentirme tranquila ni siquiera un instante luego de la muerte de mi marido. Durante sus últimas semanas de vida su salud había caído en picada con constantes cefaleas, fiebre alta y problemas respiratorios. Su médico de cabecera había hecho todo lo posible por estirar sus días, pero el virus era algo nuevo en nuestro pueblo. El equipo de profesionales que lo atendían no estaba lo suficientemente preparado para lidiar con esta clase de infecciones y, para cuando habíamos contactado con médicos de las ciudades más cercanas que investigaban y luchaban para mitigar los síntomas del virus, ya había sido demasiado tarde.

El funeral se realizó al día siguiente de su fallecimiento. Una capa gruesa de nubes grises cubría el cielo que nos acompañaba aquel triste día y que combinaba con los tonos oscuros de todos los presentes. Parientes, familiares no tan cercanos y gente que nunca pensé en conocer se acercaban para dar sus condolencias. Mi esposo había sido muy querido. Su última voluntad fue que mi hijo Félix y yo heredáramos todos sus bienes y pertenencias. Algunos de sus familiares no estaban de acuerdo con la decisión, pero no podían hacer nada en contra del testamento ológrafo que había sido aprobado por el juzgado.

El trabajo era la parte que más me complicaba la vida, para ser sincera. Mi marido había sido una persona muy conocedora y experta en su ámbito laboral y no me encontraba a la talla de su capacidad. Para agilizar y aminorar responsabilidades y cumplimiento de horarios, contraté y asigné a un equipo especialista que se encargaran de las haciendas y los terreros que estaban a su nombre, y empecé a cultivar en ellos con un poco de asesoramiento de mi madre. Ella, con ayuda de terceros, se encargaba de decidir qué cultivos eran los más aptos y los más rentables para el mercado. Estaba dando resultado y eso me dejaba aliviada. Mi padre, por otro lado, seguía con su oficio de herrero y, a veces, con la carpintería. No es que necesitara realmente hacerlo, pero por su propio bien era conveniente que así lo hiciese. Además, daba buen ejemplo a mis hermanos y, de paso, aprendían algo de su labor. Félix seguía siendo mi única prioridad. Cuidaba de él la mayoría parte del tiempo y no tanto como lo hacía Albenia al comienzo. La criada ahora se encargaba de tareas del hogar y de recibir a las visitas que tenían que ver con el aspecto laboral. Sin embargo, había días en que ella se responsabilizaba de mantenerme sobre mi eje cuando perdía la paciencia con otros empleados. No habíamos vuelto a tener nuestras charlas con un té de por medio en la pequeña sala que se encontraba cerca de su habitación, pero cabía la posibilidad de que algún día lo volviese hacer, sólo que esta vez la invitaría al amplio salón, precisamente a la larga mesa de roble que nadie nunca usaba.

Había estado observando el agua del Riachuelo por una hora desde que había llegado. Me parecía que este lugar había perdido parte de su encanto después del último encuentro con Cristian, aquí mismo cerca del árbol. Permanecí todos estos minutos en la posición que él acostumbraba acomodarse: sentado con los brazos rodeándose las piernas. Los sonidos del ambiente se perdían en alguna parte de mi cabeza para cuando olvidaba que en algún momento les estuve prestando atención. No había ninguna brisa que acompañaban el curso de mis pensamientos; se cruzaban perdidamente hasta que se fundían en algún rincón oscuro de mi mente. A pesar de la inminente soledad, disfrutaba de la sensación de estar perdida conmigo misma. Necesitaba reunir energías para seguir con mis deberes que aún seguían siendo fundamentales para que el negocio familiar continuara prosperando. Pero no quería volver por unas horas. Es que escapar era lo primero que se me ocurrió antes de que Albenia interviniera, porque últimamente su trabajo principal era evitar que yo saliera por algún ventanal de la estancia sin que nadie lo notara. No era para justificar mi supuesta rebeldía, pero estaba determinada a encontrar a los fantasmas y los demonios que trajeron tanta desgracia a mi vida, y eso requería que anduviera a solas sin que nadie lo supiera. El pueblo seguía sin entender lo que hubo ocurrido aquella noche. Hasta el día de hoy piensan que ha sido obra de la gente que estuvo involucrada en la secta. Lo mejor que se me pudo haber ocurrido fue hablar con los oficiales y con el Gobernador luego de convencerlos (a ellos y a sus pares) que no existía nada tal como fuerzas paranormales tomando la vida de los pueblerinos. Eso no era todo. También se demostró que habíamos capturados a sus cómplices y que los autores habían terminado muertos en el enfrentamiento que se disputó en la estancia. Un enfrentamiento que, por lo visto, yo había sido parte. Ahora el pueblo creía que yo era una especie de heroína y la pieza intelectual que ayudó para que el operativo resultara todo un éxito. No me llevaba el mérito de nada. Después de todo, se habían cobrado nuevamente vidas inocentes, y eso me hacía sentir culpable. Una culpa que probablemente iba acumulándose de a poco. Sin embargo, mi objetivo estaba haciéndose más claro con el paso del tiempo. Durante los primeros días posteriores a la tragedia, se me ocurrió anotar en un cuaderno la mar de detalles que me llegaban poco a poco cada vez que terminaba de llorar cuando me encontraba bajo el abrigo de la oscuridad. Eran cosas que había visto con mis propios ojos, sucesos que no había tenido tiempo suficiente para procesarlos correctamente o momentos en los que parecía que toda una vida pasaba frente a mi rostro como una ráfaga violenta que pronostica la tormenta, pero que nunca había tenido la astucia de prestarle la atención que se merecía. Los detalles iban desde sombras asesinas, posesiones y espectros humanoides —y cómo se formaban o se espantaban— hasta luces de colores que tenían distintas funciones, como la de salvarte la vida en uno o varios aprietos, y ciertos movimientos o estrategias que hacían funcionar esa energía paranormal que poseía, aunque ahora parecía que no era algo tan exclusivo de mí. De hecho, lo veía como algo positivo, puesto que al menos no tenía que lidiar con esto sola, y si habría de cruzarme de nuevo con aquellas personas de atuendo blanco, podría pedirles ayuda con respecto a las extrañas habilidades que había descubierto con el tiempo. Y es que desde la muerte de Elan he podido ver sus respectivas estelas de color turquesa que viajaban en el aire, algo que no me hubiese imaginado nunca cuando estaba con vida. Iban desde su tumba hasta mi hogar y desaparecían con el mínimo contacto con otra fuente de luz o contra algún objeto. Tenía la esperanza de poder hacer algo con ellas, tomarlas y formar algo que me mostrara alguna otra funcionalidad. La última vez que había logrado aquello fue para detener a su cuerpo poseído por fuerzas demoníacas que buscaban destruirme. La energía que había conseguido con su ayuda había formado una bomba que, con los sucesos posteriores, servía para paralizar al objetivo. Eso también lo había anotado, pero ahora no tenía ninguna utilidad, y eso de alguna forma me frustraba. Con el paso de los días la frecuencia con la que las líneas de Elan aparecían por mi casa aumentaban. Quizá debiera ser un recordatorio de su alma para que no lo olvidara, o un aviso especial de que yo había sido alguien de importancia en su vida. Si bien no me disgustaba visitar su tumba, no me tenía tan permitido ir hasta el cementerio para no dar la impresión de que me había involucrado sentimentalmente con el personal del deber público del pueblo. Eran malos rumores que yo no estaba dispuesta a soportar. Pero ahora con el cuerpo de mi marido allí también, iba sin tener que estar pendiente en lo que la gente pensara de ello. A diferencia de Elan, mi marido no tenía ninguna línea brillante y visible que lo acompañaba. No terminaba de entender el porqué. Pero imaginaba que si las pudiese ver, serían de un color marrón u naranja. Parecía una despedida definitiva, pero no así con el fallecido oficial Elan. No le daba tanta importancia cuando aparecían hasta que comenzaron a darme una extraña sensación sobre el comportamiento de éstas. Un buen día pude recogerlas e unirlas con un sensible gesto de los dedos, observándolas y deteniéndome a preguntar por qué cuando las conectaba entre ellas ya no se movían de su lugar. En cierto punto las líneas, apenas visibles bajo la luz del sol, llegaron a un límite de longitud. Aquella larga cadena de estelas brillantes iba desde mi antigua casa hasta una parte oculta del bosque donde los árboles comenzaban a adquirir más robustez y se alejaban de las casas de los vecinos más próximos. La verde hierba donde se presentaba la maleza anunciaba que hasta allí llegaría la extraña energía que emanaba Elan. Ya no podía manipular las líneas ni hacerlas desaparecer. Se quedaron allí por algunos días mientras que, con el paso del tiempo, me acercaba disimuladamente a verlas y a darle vueltas al asunto por la cual se habían quedado de esa forma. Me quedaba mirando al inusual extremo, pensativa. Entonces, me tomé el atrevimiento de agarrar delicadamente, con la yema de mis dedos, el punto donde terminaba la línea cuando ésta comenzó a iluminarse con intensidad. Pronto me invadió una horda de sentimientos que habían estado reprimidos por mucho tiempo. Podía sentir en ese instante la mente de Elan queriendo unirse con la mía, y querer compartir emociones que eran exclusivamente suyas para que yo me adueñara de ellas. Descubrí allí mismo que los sentimientos que fluían y que conformaban la línea de energía no eran iguales a los míos. Elan y yo habíamos tenido una perspectiva distinta sobre el valor de la ilusión en contraste con la realidad. Ésta era engañosa y tal vez no buscaba ser muy sincera, y fue eso lo que había estado merodeando entre la incertidumbre cuando todo a nuestro alrededor seguía su curso. No, él no tenía la culpa. Su visión, su pensamiento en vida era honesta aun cuando se contradecía consigo misma. En cambio, mi sentimiento se trataba de algo más pasional y terrenal. Las dos emociones eran igual de fuertes y se conectaban en cierto punto, pero sus identidades eran completamente distintas. Sentí pena y vergüenza apenas había descubierto la verdad. ¿Por qué nunca había analizado esto antes con tanta profundidad? ¿Por qué ahora? ¿Qué necesidad había de poner en relieve una comparación que ya no tenía sentido después de su muerte?

Sentimiento Fantasmal: La leyendaWhere stories live. Discover now