Chicles de sandía (Parte 2)

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La cabaña era de madera. Era muy pequeña, pero con un hermoso jardín en la parte delantera. Observaron cómo Dumbledore movía su mano sobre la cerca, provocando que el cerrojo de esta se corriera por sí solo hacia un lado, dándole la libre invitación a entrar. Atravesó el camino de grava hasta la puerta de entrada y golpeó en ésta tres veces.

Asomándose detrás del profesor, Amelie y James observaron como la puerta se abría y la cabeza pelirroja de un niño se asomaba.

-Buenos días, pequeño –saludó Albus, agachándose unos centímetros para poder verlo mejor y no parecer tan amenazador-. Soy... un viejo amigo de tu madre, ¿Esta ella en casa?

El pequeño asintió fervientemente y mantuvo la puerta semiabierta antes de correr a buscar a su mama. Segundos después, se escucharon unos pasos apresurados y la abertura expuso a la dueña de la cabaña totalmente.

-Buenos días, Violetta. Tanto tiempo sin verte –saludó el profesor, ofreciéndole una mano como saludo.

-Albus Dumbledore –musito la aludida, sorprendida, con tan solo un hilo de voz.

Era una mujer pelirroja, delgada y de pequeña estatura. Sus rizos caían alrededor de su pálido rostro con gracia, pero lo más impresionante en su presencia era la cantidad de pecas que se extendían por su piel: tan pequeñas y diminutas que se juntaban unas con otras, al grado tal de que casi podrían cubrir su blanquecina tez al completo. La cantidad innumerable de pecas era la única diferencia que mantenía con Amelie, porque sus ojos eran tan verdes y brillantes como los de ella.

De tan muda de la impresión por tener a su ex director en su humilde cabaña, Violetta ni siquiera se había percatado del amable saludo de Albus, por lo que el anciano tuvo que bajar su mano.

-¿Cree usted que podría invitarme a una taza de té?

La joven asintió fervientemente, haciéndose a un lado para dejarlo pasar. Limpió la mesa con un viejo trapo rápidamente y arrastró una de las sillas menos destartaladas como una invitación a tomar asiento. Mientras Dumbledore se acomodaba en su lugar, comenzó a contemplar la choza con sus curiosos ojos azules, al igual que Amelie y James, sólo que estos últimos habían aprovechado el ser invisibles dentro del recuerdo para deambular dentro del cuarto del comedor.

Tras la pared más alejada, se escuchaba el tintineo de vajillas y un par de murmullos. Pasados unos minutos de silencio, donde lo único que resonaba era el débil tarareo musical del profesor Dumbledore, el pequeño que les había abierto la puerta en primer lugar volvió a aparecer, cargando un plato rebosante de bocadillos. Se trepó a una silla y, sentado de rodillas, colocó el plato en medio, para que quedara al alcance del profesor.

El pelirrojo se quedó sentado en su lugar, en silencio, observando con sus negros y pequeños ojos curiosos a Albus, quien le agradecía con una sonrisa la comida.

-Que hermoso niño tienes, Violetta –musitó, en cuanto la aludida volvió a reaparecerse por el salón, llevando en sus manos dos humeantes tazas de té-. ¿Cuál es su nombre?

-Oh, Rufus –sonrió, mirando con aprecio a su hijo-. Rufus Moore.

-Como mi tío –murmuró el pequeño.

-¡Oh, claro! –exclamó Dumbledore-. Recuerdo muy bien a Rufus... él fue un gran capitán de Quidditch. ¡El mejor en Slytherin, debo admitir!

Violetta soltó una risita melancólica a medida que le entregaba la taza a Albus.

-Si... él amaba el Quidditch.

-¿Y a que se dedica ahora? –inquirió el profesor, mirándola atentamente mientras tomaba un sorbo de té.

Amelie Moore y la maldición de los PotterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora