5. Descendiendo al Erebo

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—¡Estás alterando el balance, no lo entiendes! —El bramido de Zeus penetró en mis oídos como si un rayo acabara de caer justo a mi lado. La tierra tembló, por un momento creí que se agrietaría.

—¡Al carajo el balance! —le grité.

Recibí un golpe a la altura de la espalda, acompañado de una corriente más intensa que la anterior que me doblegó. Por mucho que intenté encontrar en dónde estaba Zeus para anticipar un ataque, la espesa nube de polvo me lo impedía, al parecer nunca se disiparía por lo que resolví salir de allí antes de que me acabara sin que pudiera defenderme.

Tomé todo el impulso que pude, acumulándolo en mis piernas para dar un salto pero no alcancé a esquivar otro golpe que vi llegar. Un puño envuelto en lo que parecía un guante hecho de rayos me dio de lleno en el rostro. Mi cuerpo se impulsó hacia atrás, la fuerza de la arremetida fue descomunal por lo que al impactar en un edificio lo atravesé de lado a lado y así fue con otros dos hasta que al aterrizar al cuarto atravesé la pared de la fachada y no seguí avanzando.

Di a parar en un sótano donde habían aparcados varios carros. Mi cuerpo chocó con varios de ellos que formaron la perfecta almohada para recibirme, quedando hechos chatarra. Me levanté tan pronto pude, pensé que me sentiría agotado por la ambrosía en mi pero tenía la energía suficiente para continuar. Como si fuera una sábana, me quité las latas de las puertas de un auto rojo que había recibido mi cuerpo de primera parte, mi piel lucia aun como roca y aun mis manos emanaban lava.

Vi como un agujero se había formado en el techo, que produje por mi estrepitosa entrada. Las rocas del concreto quebrado vibraban, al parecer alguien entraría por aquella abertura, me preparé para enfrentar lo que sea que iba a ingresar.

Mi asombro fue grande al toparme con la diosa que aún amaba, entrando con elegancia, portando una armadura que ahormaba su figura. Llevaba un yelmo que ocultaba su rostro y de no ser por sus destellantes ojos púrpuras no la hubiera reconocido. Se acercó a mí con decisión, alcé la guardia para enfrentarla.

—¡Así tenga que luchar contra todos los dioses, no descansaré hasta ver a Zeus muerto! —declaré.

Apenas llegó frente a mí, Perséfone se quitó el casco. Quedé descolocado cuando su cabellera negra, al caer sobre sus hombros fue tornándose ondulada y de un color caramelo. Sus ojos cambiaron a un color castaño, eran brillantes y redondos, su rostro fino se transformó a uno cuadrado de rasgos delicados. Su contextura cambió en un breve instante, mostrándose más repuesta; era Atenea quien estaba frente a mí, su presencia de inmediato me puso alerta.

—¿Qué? ¿Cuantas personas necesita Zeus para derrotarme? —espeté, sonriendo leve ante la ironía del momento.

—No estoy en tu contra sino a tu favor —declaró, Atenea. Contrariado, la miré de arriba abajo.

—¿Eres la hija amada y devota de mi hermano? ¿Me quieres tomar por imbécil? —alegué, frunciendo el ceño, demostrándole mi desconfianza.

—Mi padre está obrando mal y eso lo entiendo, soy justa y así no quiera, mi padre tiene que entender que lo que hace también altera el balance —explicó, poniéndose el yelmo, retomando la forma de Perséfone—. Al matarte, destruirá el inframundo ya que tú al haber ascendido a la tierra, irremediablemente el Tártaro ligó su existencia contigo, así que si tú mueres, el mundo de los muertos desaparece.

Aunque me negara a creer sus palabras, algo dentro de mí me pedía que confiara en ella, pero ante las circunstancias y tantas traiciones no quería hacerlo.

—Sé que no me crees, pero recuerda quien soy y que por algo estoy aquí. De querer te hubiera matado, pero ahora estoy de tu lado hasta que mi padre deje de ser manipulado por Perséfone.

El Descenso De Hades ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora