4. La traición del heraldo

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Hermes al ser el mensajero de los dioses tenía ciertos privilegios como yo. Desde que comenzó mí reinado en la tierra se las había arreglado para también vivir entre los humanos y así mismo, sólo había un lugar en donde lo podía encontrar.

Para guardar las apariencias y con cierta ironía, recordé que era dueño en una de las compañías revolucionarias de todos los tiempos, que conectaba al mundo con un invento que, cualquiera con la suficiente capacidad, podría usar para reformar la humanidad, pero hoy en día era usado para satisfacer otra necesidad del hombre.

Convencido por Caronte, me puse un traje ejecutivo negro, desde la camisa hasta las medias eran del mismo tono. Con la ayuda de Minos, oculté las cicatrices que tenía por el efecto de la ambrosía alterada.

Dejé a Éaco a cargo del inframundo junto con Hécate para que guiaran las almas y les dieran su respectivo destino final. Mientras Radamanto, Minos y Caronte me escoltaron a mi parada, los tres vestían casi el mismo traje que yo, con la diferencia de que la camisa que llevaban era blanca. Parecían clones de no ser por su contextura y apariencia.

Caronte con su cabello castaño peinado pulcramente hacia atrás y sus ojos verdes que entonaban bien con su piel bronceada. La oscura mirada de Minos resaltaba ante su piel albina y su cabello peinado en finas trenzas sostenidas hacia atrás por una alta coleta, lo hacía ver intimidante, además de que se rapó el cabello a los costados. Radamanto era quien más destacaba de los tres por su robusto cuerpo, piel de ébano y ojos ambarinos, aparte de que lucía un fino corte de pelo y una barba que se cerraba en la barbilla.

Los cuatro en una limusina, fingiendo ser importantes, nos movilizamos hacia la empresa. En todo el camino hablamos del plan que llevaríamos a cabo estando allí, no podíamos valernos de nuestros dones por las personas que habría en el lugar por lo que resolvimos recurrir a ellos sólo de ser necesario.

Minos, quien conducía, aparcó el auto frente a las entradas del edificio que destacaba de los demás por su imponente altura y lujoso aspecto. El letrero de la compañía se alcanzaba a ver alzando la vista. El conductor bajó del auto, igual Radamanto y Caronte, la puerta al lado mío se abrió, puse un pie en el asfalto y antes de salir di un hondo respiro.

La vida a mí alrededor se hubiera paralizado en un segundo con mi presencia, pero en estas épocas transcurría con total normalidad, al punto de que mi llegada no causó conmoción.

Minos adelantó el paso, mientras que los otros dos se mantuvieron a dos pasos tras de mí. El delgado caballero de piel blanca, abrió una de las tantas puertas de cristal del edificio. Los guardias que aseguraban la entrada querían detenernos, pero mi custodio se las arregló para persuadirlos.

Sin importar la gente a nuestro alrededor que nos observaba con intriga e interés, caminamos hacia uno de los elevadores, ubicados al lado derecho del lobby.

—Y eso que sólo somos tres hombres maduros escoltando a un tipo con cara de niño rico —murmuró Radamanto quien fue el último en entrar al ascensor.

Arrugué la frente, disgustado por lo que dijo, a lo cual él sonrió con malicia.

—Es verdad ¿no? —declaró, viéndome con asombro fingido. Me dio la espalda y luego marcó en el tablero del elevador el piso cien del edificio.

—Sí, es verdad —secundó Caronte. Patidifuso, me giré para enfrentarlo—. Los humanos se sorprenden por las apariencias. Un ladrón vestido como rico pasa desapercibido y hasta es alabado por ellos mismos sin darse cuenta de quién es en realidad —explicó, viéndome de forma neutral.

Me volví de nuevo, manteniéndome en mi posición. Era verdad, los mundanos les importa más el físico o las palabras bonitas que la misma alma que muestra cómo era el ser humano en realidad.

El Descenso De Hades ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora