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Las dos novicias tenían círculos de un morado profundo bajo los ojos; ahí terminaban las semejanzas. La más alta, Chiara de los Edelconi, era una belleza clásica. Frente despejada, mejillas tersas, piel oscura y ojos dorados, la viva imagen de su antecesora Benedetta Edelconi, que había ascendido a la nobleza cien años antes cuando los retratos que le pintaba su amante empezaron a adornar los salones de baile de media Venecia. Benedetta no fue la primera modelo a la que se le otorgaba un título, pero sí la primera que conseguía un título sólo por ser modelo, sin un matrimonio para excusarlo. Los Edelconi se habían acostumbrado pronto a la Corte y cuatro generaciones después cualquiera que viera a Chiara esa mañana en el patio privado de las aiunteri habría pensado que su familia llevaba sentada a la derecha de la reina desde la creación de la ciudad. Había encontrado tiempo para arreglarse el pelo en su estilo habitual, los rizos castaños y espesos enmarcando su cara de musa, adornados con lazos y perlas. El Ama Ornungia estaba describiendo los errores que las novicias habían cometido en la cena para el gremio de cultivadores de perlas la noche anterior, pero por la expresión de Chiara parecía más bien que estaba escuchando a una cocinera quejándose del precio al que estaban los percebes de roca mientras removía la crema de marisco. El uniforme de las novicias de las aiunteri, una simple camisa de seda azul oscura y pantalones de sarga gris, habría podido pasar en ella por el traje informal de un día en el Campo de Santa Margherita. Era increíble la diferencia que podían marcar las formas redondas de la buena alimentación. Desde la balconada donde preparaban el desayuno, Daniela se inclinó para susurrar.

-¿El Ama Ornungia le arrancará los pasadores antes o después de hacerla fregar el suelo de rodillas? ¿Quieres apostar?

Beate sonrió y después negó con la cabeza. Utilizó los nudillos para volver a aplastar la masa del hojaldre por enésima vez, recogiendo las bolitas harinosas que habían ido quedando a medida que daba forma a los rollos de cabello de ángel. Por el rabillo del ojo veía los dedos veloces de Daniela ocupándose de la delicada tarea de formar los paquetes. Tenía la misma destreza para manejar una baraja de cartas, y también la misma capacidad para hacer que pareciera sencillo.

-¿Has visto su último retrato? -preguntó Beate-. ¿El que le ha regalado la condesa de los Maiale a su esposo? El otro día fui a recoger dos cuartas de damasco que les habían traído en el trasbordador. Tiene una mirada que podría volver de piedra a los monaguillos de San Bartholoma.

Susurraban sin detenerse, sin bajar el ritmo en ningún momento. Beate juntaba de nuevo la delicada masa, la extendía sobre su parcela de la mesa y recortaba con la espátula una nueva porción idéntica a la anterior. Al mismo tiempo, Daniela recogía el rombo, despegándolo sin que se rompiera, y lo agitaba en el aire con una indiferencia que era del todo aparente; si otra persona lo hubiera intentado se habría quedado con una esquina en la mano y el resto hecho un montón inútil en el suelo.

-La condesa está loca. -Daniela colocó otro rollo en la fuente de madera y se recolocó el pañuelo sobre la frente.

-Al contrario. Sabe lo que hace.

-¿Regalarle al conde un retrato de una Edelconi cuando todo el mundo sabe que la madre de nuestra Chiara le rechazó en todos los bailes en los que coincidieron antes de que se casara?

-Es su forma de decirle "Puedes pasearte del brazo por San Marco con todas las cortesanas de Venecia..."

-"...pero arrásquese usted, su excelencia, que las que ya nadan en seda por nacimiento no tienen interés alguno en besar su calva manchada"

Para su sorpresa Chiara alzó la mirada en ese instante. Era difícil saber si estaba indignada por algún fragmento de la regañina de Ornungia o si se trataba de su expresión habitual. De cualquier modo era imposible que las hubiera escuchado. Beate retomó su silencio. Daniela observó con satisfacción cómo el ama chasqueaba sus dedos huesudos prácticamente en la nariz de Chiara.

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