Capítulo 38: El eslabón perdido

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Comenzaron a alejarse de ella, cuando de repente, la anciana se giró y la miró.

—Nos veremos pronto —sonrió—, América Hamilton.

Iba a levantarse a preguntar como sabía su nombre, cuando doblaron por el pasillo. América camino hasta el final del mismo, y al girar, no vio a nadie.

Frunció el ceño, confundida. O ella caminaba muy lento, o las mujeres eran muy rápidas.

Intento encontrar una respuesta lógica a lo que acababa de suceder, mas no encontró ninguna.

Miró a su izquierda, que se encontraba frente a la entrada de la capilla del hospital. Tragó saliva.

«Deberías entrar» las palabras de la mujer se reprodujeron en su mente.

No perdía nada con intentarlo ¿verdad?

Dando un paso al interior, se permitió ver la diferencia que existía con el resto del hospital.

La habitación tenía un color más oscuro, bancos de madera se hallaban colocados en filas a los costados y una cruz colgaba, imponente, al frente de todo.

Vio varias velas colocadas frente a la misma, y supuso que debían de ser de los familiares de los pacientes, quienes las dejaban allí como plegarias.

Se dio cuenta de que se hallaba sola, y sin interrumpir su paso, se sentó en una de las sillas, no había estado en una iglesia desde que tenía quince años.

Juntando ambas manos (como su madre le había enseñado) dio una gran respiración.

—Bien... —vaciló—, no soy buena en esto. Admito que ni siquiera creo en ti... pero... dicen que los seres humanos necesitamos aferrarnos a alguien cuando nos hallamos en estas situaciones. Que necesitamos creer en "algo", incluso si es un hombre del que nadie puede demostrar su existencia. Aunque ni siquiera sé si eres un hombre.

Suspiro y negó

—No soy una creyente, como ya te habrás dado cuenta... al parecer... no soy una muy buena amiga tampoco—hizo una mueca ante sus propias palabras—, pero si eres real, si existes allí arriba... por favor, te lo ruego... déjala vivir.

Una lágrima se deslizó por su mejilla, surcándola hasta caer a algún punto desconocido del suelo.

—No sé si puedes oírme, o bien, que debo decirte —miró fijamente a la cruz que pendía frente a ella—, pero si eres real como dicen, entonces debe ser por algo ¿no? Tienes que ayudar a alguien.

Apretó su frente contra sus manos unidas, cuando escuchó una aclaración detrás de ella.

Girándose, se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

Nathan descansaba en el portal de la entrada, y cuando vio que se había percatado de su presencia, camino hacia ella.

—No he pisado una iglesia desde que tenía dieciséis y uno de allí me dijo que me merecía el infierno —hizo una mueca.

América frunció el ceño y le miró

—Lo siento —se limitó a decir

—Lo sabes, ¿verdad? —la miró, sentándose a su lado en el banco de la capilla

La chica pellirroja asintió lentamente, mirando al frente, y esperando un largo momento antes de continuar.

—Comencé a sospecharlo el día de la fiesta —le explicó ella, e hizo una mueca—, además, era difícil comprender que no hubieras intentado nada conmigo. Es decir, mírame, los chicos se voltean para admirar mi belleza.

Red de mentirasWhere stories live. Discover now