La redención no sólo nos hace libres

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Atravesando las viviendas, llegamos a la muralla de la ciudadela cuando el crepúsculo amenaza con llevarse el día. Las últimas luces de la tarde han desaparecido, y parece que los guardias que custodian las puertas nos estuvieran esperando. Guardando el acceso a la ciudadela hay un gran baluarte, cuya fachada está llena de emblemas de familias helenas. Hay cientos, todos dispuestos hacia el sur, hacia el resto del Plemirión, dándonos la bienvenida. Hay escudos familiares, de órdenes ya extintas y de algunos grandes héroes. Me llama la atención el escudo del gran héroe Priato, de Ionia, quien llevó la guerra hasta las puertas de Torres Mirdan, la Ciudad de las Ocho Esencias, cuatro siglos atrás. En la entrada hay dos guardias, que cuando llegamos cruzan sus lanzas frente a nosotros.

–Alto, metecos.

–Solo los ciudadanos helenos pueden pernoctar en el interior de la ciudad.

Doy un paso al frente. –Hacéis bien protegiendo esta hermosa polis de los extraños, pero yo soy heleno, y ella también. No nos negaréis el paso por nuestro amigo. –Señalo al enano, que no sabe qué cara poner.

–¿De dónde sois?

–Somos de Adria –miento–. Venimos a las Hefestias.

–No será hasta dentro de dos días.

–¿Y negará Düredar el cobijo a dos helenos y a un invitado hasta entonces?

Ellos dos se miran. No parecen alarmarse en exceso con nuestras arruinadas pintas. Yo cruzaría la calle al vernos. Me llegan las barbas a la mitad del pecho.

–¿Qué os ha pasado? –Parece que se refiere al aspecto del enano, cubierto de sangre reseca.

–Hemos sido víctimas de un asalto. En el camino desde Innarith.

Ellos dos se miran. –¿Quién?

–No sabría responderos. Nos quitaron cuanto teníamos, y mi buen amigo, con tal de defendernos, ha salido mal herido.

–Avisaremos al próxeno de Adria, para que os ayude, os procure alojamiento y algo que llevaros al estómago. Será su responsabilidad si os permitimos el acceso. –Se refiere al enano, que permanece mudo.

–Muy agradecidos. –Asiento con educación, satisfecho por la hospitalidad.

–Las armas, debéis dejarlas aquí, y recogerlas cuando os marchéis. –El enano se encoge de hombros y se la entrega. Yo hago lo mismo. Entonces retiran las lanzas. –Pasad.

–Muchas gracias. La ciudad debe estar orgullosa de su guardia.

Ellos no contestan, atareados en cerrar los grandes portones. Envían a un mozo a buscar al próxeno, con la esperanza de que se halle en su hogar o en el pritaneo.

La ciudadela no es demasiado grande. Hemos entrado por la puerta más meridional, situada bajo el enorme baluarte. La bóveda que cruza la fortificación es hermosa, con numerosas columnatas a los lados, salvo en el centro, donde se yerguen dos estatuas. Son Démeter y Atenea. La primera tiene en las palmas un puñado de granos de algún cereal, la segunda nos ofrece una rama de olivo. El patio de armas al que salimos no es muy grande. A nuestra espalda queda el baluarte, y frente a nosotros el pritaneo, una gran edificación que a un lado crece hasta formar una torre, alejándose del estilo arquitectónico helénico, a pesar de estar rodeado por hermosas columnas. Además, hay un santuario pequeño, dedicado a la adoración de Atenea, y lo demás son hogares, edificios más acomodados que los del exterior. Hay gente por allí, ciudadanos y ciudadanas que pasean, charlan y se despiden, pues ya cae la noche.

–¿Y ahora qué? –pregunta el enano.

–Esperemos al próxeno. Hemos logrado engañar a la guardia, con él debería ser tarea más sencilla. –Ambos asienten–. Lo primero debería ser dejar los caballos en algún establo.

El Triángulo SagradoWhere stories live. Discover now