No estoy seguro de querer hablar de esto

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Ella no me hace caso en todo ese rato, y al llegar a las murallas, desisto. Cruzamos el enorme túnel que atraviesa las ciclópeas murallas que dan acceso a la polis cuando aún están abriendo sus puertas. La caravana sale de Innarith al ritmo de los búfalos. Yo me acurruco en mi esquina, empapado, recobrando el frío. Nos espera otra jornada de paseo. Esto es interminable.

El día se me hace largo, como todos los demás. No deja de llover en toda la mañana. Las ruedas apenas hacen ruido, pues ahora corren sobre baldosas. Estamos recorriendo la Aúr-Tomanen, la vieja calzada que los elfos construyeron para comunicar sus territorios. Podríamos llegar a cualquiera de sus grandes ciudades, en toda la Tierra de Anne, sin salirnos de ella. Pero antes está Düredar, el límite más septentrional del Plemirión. Más allá no vive ningún heleno, y se extienden los territorios de los elfos de Laentis-Anne, que abarcan todo lo que haya al norte de la ciudadela.

El enano tose. Está sentado en la parte delantera de la jaula, apoyado sobre los barrotes sin quitar su mirada de encima del violador. Éste permanece sonriente, el muy canalla, triunfante a pesar del chaparrón, ajeno a nuestro odio y a la muchacha que ha mancillado.

–Pienso acabar con él también.

–Ojalá puedas, se lo tendría merecido.

–No sé cuándo me van a volver a sacar de esta jaula, ni cuantos azotes me llevaré, pero lo primero que voy a hacer es tirarme a su cuello.

Yo niego con la cabeza. Eso me va a obligar a meterme en problemas también. Bueno, no será el primer latigazo que me lleve, ni el último, así que me resignaré hasta que llegue el momento.

El enano sigue mirando fijamente a esa rata, que observa los campos a la derecha. La cosecha de otoño se ha llevado todo, y ahora la calzada discurre entre las Ered-Issos y bastas tierras de cultivo, salpicadas de cabañas, molinos, silos y balas de grano. La Aúr-Tomanen comunica Innarith con Düredar y los territorios elfos, atravesando la Tierra de Issonia en paralelo a las montañas, hacia el este. Éstas se elevan como intrigantes formas con cimas nevadas, frontera natural del Plemirión y los territorios elfos.

A lo largo de la mañana varios caminos salen de la calzada, generalmente hacia el sur, para comunicar las granjas, establos y molinos, que se alzan adornando los campos, batiendo sus alas con la suave brisa. Cuando no hace mucho que ha dejado de llover, se escucha el trote de un caballo a la espalda, pero no logro verlo hasta que nos adelanta. Es un hombre alto, con una túnica blanca, y qué sorpresa me llevo al verle el rostro. Al pasar, nos observa, y nuestras miradas se cruzan un instante. ¡Es el elfo que llevaba la cara pintada de azul! Pero va solo, ni rastro del hoplita o de su esbirro. Nos sobrepasa y sigue su camino a gran velocidad. Nuestros búfalos no son rival alguno para su corcel, que luce un pelamen grisáceo del color de la luna, perdiéndose en el horizonte de la calzada.

Los mercaderes no le impiden el paso, y continuamos la marcha. Nuestros tres jinetes nos rodean, y los demás van subidos al primer carro, que va techado, o al último. Así que al menos algunos de ellos también se ha empapado. Yo estoy calado, pero a pesar del constante temblor, ya no me preocupa. Si no he caído enfermo ya, es porque Hera está decidida a protegerme, y hasta que ella no se canse de mí, soportaré los aguaceros que Démeter quiera echarme encima. Me pregunto si ambas no estarán jugando conmigo, sólo por pelearse entre ellas. Hera, que fue la mujer de Zeus, era terriblemente recelosa, pues había visto yacer al Dios Padre con numerosas vírgenes y otras diosas, y al parecer arremetía contra la que se acercara a él. Si ésta es la resolución de una lucha ancestral, que me dejen tranquilo, pues que yo sepa, Démeter, su hermana, jamás yació con Zeus.

El resto de la jornada se me hace larga. La paso ahí detrás, triste. Los nubarrones han volado hacia oriente, dejándonos ver ponerse el sol a nuestra espalda. Es un atardecer bellísimo. Aquella tremenda bola roja se oculta a cámara lenta por el horizonte que forman los campos, y me pregunto cómo hará para aparecer mañana por el este. No sería mala idea encomendar una vida a descubrirlo. Sonrío como si estuviera en disposición de elegir mi futuro.

El Triángulo SagradoWhere stories live. Discover now