Parte XXVII

838 42 0
                                    

"Si he de decirte la verdad, no todo fue felicidad durante algunos meses, como antes lo había imaginado. Pasé también tormentos, y me llené de asco ante la bajeza de los hombres. No era fácil la vida para mí. Durante el último período de mi embarazo tuve que dejar de ir a la tienda para no llamar la atención de mis parientes que podían avisar a mi familia. No quería pedir dinero a mi madre, y viví, hasta dar a luz, vendiendo algunas alhajas. Una semana antes del parto la lavandera me robó del armario las últimas y pocas coronas que me quedaban, y me vi precisada a entrar en un hospital público. Allí, hasta donde se arrastran las más pobres, las reprobadas, las olvidadas, allí, en medio de la miseria, nació el niño, tu hijo. Aquello era para morirse; todo era extraño, extraño a todo; estábamos ahí, extrañas entre nosotras; todas solitarias y llenas de odio las unas contra las otras, sin que nos uniera más que la común miseria y el tormento, hacinadas en aquella sala de cloroformo y de sangre, de gritos y de quejidos. Todas las humillaciones y vergüenzas físicas y morales que tiene que sufrir la pobreza, las sufrí yo, mezclada con mujeres de la vida y enfermas en comunidad de suerte. Sufrí a aquellos médicos, jóvenes y desvergonzados, que levantaban sonriendo sarcásticamente las sábanas de las mujeres indefensas para tentarlas bajo pretexto de una falsa ciencia; sufrí la avaricia de las enfermeras. ¡Oh, allí el pudor humano es crucificado por las miradas, y amenazado por las palabras! Allí no éramos más que rótulos en que se leían nuestros nombres, pues lo que quedaba en la cama se reducía a un trozo de carne contraído de convulsiones, manoseado por los curiosos, objeto de exhibición y de estudio. ¡Ah, las mujeres que en sus propias casas dan hijos a sus maridos, que aguardan con impaciente ternura, no saben lo que significa dar a luz, sola, indefensa y como sobre una mesa de experimentos! Todavía hoy, cuando leo en algún libro la palabra "infierno", no puedo menos de pensar inmediatamente, y bien a mi pesar, en aquella sala llena de gemidos, de risas y de gritos sangrientos en que sufrí como en un matadero del pudor.

Carta de una desconocidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora