Crónica tres: Artrosis

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—¿Alguna vez sentiste que estabas siendo feliz porque alguien te decía? Como que, si fueras la última persona en el mundo, estarías triste. Pero no porque estás sola, sino porque así sos vos, como tu forma de ser. A mí me parece que la mayoría de la gente hace que está feliz cuando se compara con los leprosos, los africanos, los que están en silla de ruedas, como diciendo cada vez que pasan al lado de ellos, "qué bueno que no soy yo", y agradecen sus piernas y sus sonrisas, como con alivio, porque son hermosos y sanos. Así que creo que en algún punto es la gente triste la que hace al mundo feliz, ¿no te parece, Bú? A mí me parece que sí.

—Sí, Dedos.

—¿Segura?

—Sí, claro.

—No. No te creo. Porque cuando sonreís parecés de plástico.

Bú suspira. Se cansa de discutir con Dedos. Es tan obtuso y cuadrado: como un cubo. Como un cuadrado tridimensional con deditos raquíticos e inquietos, que no la dejan leer su revista tranquila. Trata de comenzar de nuevo la oración, sumergiéndose en las fantasías infatiloides que le proporcionan los relatos sobre el nuevo ícono adolescente. Bú ya dejó de ser adolescente hace tiempo, pero qué le importa.

Los deditos. Molestos, constantes, incansables.

—Dedos, hagamos un trato, ¿dale? —Cierra la revista y se acomoda un bucle, usando esa vocecita materna pero distante. Como de niñera que no ve la hora de volverse a la casa.

—Dale, dale, dale —contesta Dedos, girando el collarcito de un lado a otro, y sacando la lengua de vez en cuando, como si se estuviera ahogando. Después se ríe, deforme y desviado.

—Te voy a traer un regalo re re lindo. Súper lindo. Pero te tenés que quedar tranquilo hasta las doce, ¿dale? —Se fija en su reloj rosa. Son las once y media. —Son treinta minutitos, nomás.

—Un regalo grande, ¿no? —Se cerciora el chico, haciendo caras y tratando de hacer sumas con los dedos artrósicos.  

—Sí, Dedos.

—¿Segura?

—Sí, claro.

—Bueno, te creo. Sí, sí, te creo. Uno, dos, tres, cinco, ocho, veinte, catorce, trece, dieciséis, cuatro, tres, tres, tres. Bueno, sí, sí. ¿Cuánto falta? Si son treinta entonces son dos veces cinco porque sí, ¿no? ¿Hasta cuánto cuento? ¿Hasta cien? ¿O un millón?

—Hasta dos mil. ¿Sabés contar hasta dos mil? —Pregunta Bú, abriendo de nuevo la revista. Acaricia el pecho de papel de su adonis. Es tan parecido a Rentas...

—Sí, ¿qué te pensás? Las mujeres no saben contar hasta mil, pero los hombres sí —suelta un jijijí insolente, desubicado, atroz.Y los deditos mofándose, los deditos rascándose...

Pero Bú ya está lejos, sumida en los bíceps de su ídolo juvenil. Y, de cualquier forma, ella no podría estar más de acuerdo: Rentas dice que las mujeres sirven para ser enfermeras y llevar cafés. Más de una vez la ha felicitado con una nalgada por no derramar ni una gota sobre la alfombra. 

Y se sabe que Rentas a pocas chicas les da nalgadas: se trata de todo un privilegio que Bú ha tenido la oportunidad de saborear repetidas veces. Deliciosas y misóginas veces. 

Pero qué le importa.



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⏰ Last updated: Sep 21, 2015 ⏰

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Crónicas de engendros incomprendidosWhere stories live. Discover now