Crónica uno: Autómata

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—Vos te creés muy linda, ¿no? —dice el Señor Frondeau, desde una esquina.

Bú continúa acicalándose las uñas, como si no hubiera escuchado. 

—Muy bonita con esa porquería en los dedos. Con esa sonrisita coqueta y la bata que te vuelve vulgar.

Pero sí oye. Claro que sí.

El Señor Frondeau se frota la nariz. —Sí, vulgar. Te llena de esa vulgaridad insana y asquerosa que le gusta a los enfermeros. No, no, vos estás a otro nivel. Seguro le arrastrás el ala a alguno de los doctores, ¿no? Esos que se pasean muy enigmáticos por los pasillos, con las lapiceras en el bolsillito de la chaqueta. Vos, mientras tanto, andás muy oronda, moviendo todo aquello que Dios te dio para compensar tu déficit de materia gris. Y los mirás. Ay, cómo suspirás cada vez que caminan sobre los zapatos lustrosos. Esperás que te miren, que te hablen, que les gustes. Porque hacés todo para eso, ¿no? Sí, por supuesto que sí. Porque te sentís asquerosa y lo único que alivia esa insoportable realidad es la atención que otros te brindan. Pero sos fracasada. Inútil, asquerosa, gorda. ¿Cómo no te da asco verte? En los espejos, bajo los luces blancas: esas que marcan todas las imperfecciones. Podrías pasar meses mirándote la cara fangosa y que brilla. Y las piernas. Las piernas llenas de estrías y con arañitas que te van comiendo los años. ¿Cuántos te quedarán? ¿Veinte? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Puede ser. Debés ser joven, treinta y pico, como mucho. Pero se te puede caer un piano en la cabeza; o un neonazi te puede meter cuatro tiros por india. Así que estamos igual. Sí, sí, estamos igual. Somos dos gotas de agua. 

Bú ha levantado su muralla al inicio del monólogo, pero su pared tiene hoyos y las palabras se infiltran por los ladrillos maltrechos. 

El Señor Frondeau se frota la nariz de nuevo. Con insistencia, con odio, con frustración. —Y no sos mejor que yo. Nadie es mejor que yo. Nadie, ¿me escuchaste? Nadie. Nadie, nadie, nadie. —Cuánto le pica la nariz. Los dedos no le alcanzan para saciar su sarna. Todo el cuerpo le pica y se brota. 

Bú avanza, esquiva un par de manotazos y lo embauca en una nube farmacológica con una jeringuita que esconde en la bata. Los ojos del Señor Frondeau se apaciguan, y la muchacha se sienta en la silla. Abre el libro en la hoja habitual, y empieza:

  —Convertir la euforia en alegría, y la depresión en tristeza. Los sentimientos pasivos son primordiales a la hora de reeducar al paciente. Las emociones violentas y abruptas deben ser defenestradas: así, el tratado se acercará cada día más a una persona hecha y derecha.  

No sabe por qué lee: el Señor Frondeau ya está tan lejos. Pero no sabe muchas cosas. Entonces, sigue leyendo. Como un autómata. Como siempre.





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