V e i n t i d ó s

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El departamento de Colette estaba a pocas calles del bar en donde ella trabajaba, pero bajo la lluvia, pareció que corrimos por kilómetros hasta poder refugiarnos.

Mi cabello estaba pegado en mi frente y en mi nuca; y el de ella se dividió en mechones rubios que cubrían la mitad de su rostro. Nos miramos fijamente, y nos echamos a reír como si fuésemos niños pequeños.

—Lo lamento —dijo entre risas—. De haber sabido que llovería, hubiéramos podido venir en tu automóvil.

Despejó su rostro sujetando su cabello con una liga negra que tenía amarrada en su muñeca derecha.

—Descuida, fue divertido —aseguré luego de recuperar un poco de aire—. Además, ¿cada cuándo se puede hacer algo así?

Me dedicó una mirada sorprendida mientras sacaba las llaves de su bolso rojo.

—¿Hace cuánto que no disfrutabas de la lluvia?

—Hmm años, tal vez —respondí sin interés—. A mi esposa no le gustaba que nos mojáramos.

—¡Qué aburrida! —exclamó con desagrado, haciendo una mueca de frustración—. ¿Tampoco te dejaba respirar?

—Algo por el estilo.

Rió y dejó al descubierto su bonita sonrisa.

Hizo una seña con la mano para que la siguiera escaleras arriba. El edificio no era todo lujo, pero la fachada estaba pintada de un cálido color café, y la entrada se veía adornada por algunas flores y un tapete naranja con la clásica palabra: Bienvenidos.

Debido a la falta de energía en las escaleras, Colette desenfundó su celular e iluminó el camino hasta su departamento. En una ocasión estuve a punto de caer, y pude escuchar su ligera risa que me hizo sonreír.

Nos detuvimos frente a una puerta blanca del sexto piso, donde mi acompañante introdujo las llaves en la cerradura y la abrió luego de escucharse un chasquido.

El interior de su hogar se asimilaba a uno de esos departamentos de una super estrella. Las amplias ventanas tenían una vista increíble de la parte sur de la ciudad, donde estaba el viejo bosque de Coneth. El amueblado era moderno, con sillones de cuero negro y una mesita de cristal en el centro. Desde nuestra posición, se veían sólo una pequeña parte de la cocina, equipada con electrodomésticos novedosos; y junto a ésta, había un pasillo oscuro que, supuse llevaría al resto de la casa.

El lugar olía a almendras, y luego de encender la calefacción, era una casa bastante cálida y reconfortante.

—Bueno, bienvenido a mi hogar —dijo extendiendo los brazos para aumentar el dramatismo—. No es la gran cosa, pero es lo suficiente para mí.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté mientras ojeaba los libros de una repisa.

—Veintiuno, ¿por qué?

—A esa edad yo continuaba viviendo con mis padres —dije con cierto tajo de diversión—. ¿Pues a qué te dedicas? ¿Traficas órganos?

Rió.

—Me salí de casa a los diecisiete años. Mi padre era un imbécil irresponsable.

Me quité el abrigo mojado, y Colette lo colgó en un perchero a un lado de la puerta. Después ella se despojó de su suéter negro y lo dejó sobre una silla de la sala.

—¿Y que hay de tu madre?

—Falleció cuando yo tenía cinco años —respondió encogiéndose de hombros, intentando restarle importancia al asunto.

Dulces sueños, BruceWhere stories live. Discover now