C͟͞a͟͞p͟͞i͟͞t͟͞u͟͞l͟͞o͟͞ ͟͞ -57

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El aire del pequeño pueblo olía a humo y sangre. Las llamas devoraban las casas como si fueran de papel, y los gritos se mezclaban con el relincho de los caballos. Nadie sabía hacia dónde correr, nadie sabía quién sería el siguiente. Aquella mañana pacífica se había convertido en una pesadilla.

Entre el caos, un hombre caminaba con paso firme, imponente, su sola presencia bastaba para hacer que los soldados callaran y los sobrevivientes se arrodillaran. Era un Alfa de mirada fría, tan tranquilo en medio de la destrucción como si el infierno a su alrededor no tuviera nada que ver con él.

Se detuvo frente a un puesto de frutas, una estructura maltrecha que apenas se mantenía en pie. La mujer que lo atendía temblaba tanto que casi dejó caer la cesta que sostenía. Su respiración era entrecortada, y el miedo la hacía retroceder, pero él no le prestó atención. Alargó la mano y tomó una manzana roja, observándola con calma, mientras a su alrededor el pueblo entero ardía.

—Hermoso color —murmuró, girando la fruta entre sus dedos—. Lástima que todo aquí huela a muerte.

La mujer no respondió. Solo asintió con torpeza, apretando los labios para no sollozar. Pero entonces, algo en el puesto captó la atención del Alfa; un destello entre la suciedad, un reflejo metálico que no pertenecía a ese lugar.
Sus ojos se entrecerraron. Entre las manzanas aplastadas y los restos de madera, algo brillaba con un fulgor frío. Se inclinó despacio, apartando con la punta de sus dedos un trozo de tela chamuscada hasta dejar al descubierto una daga de plata y oro, inconfundible, imposible de no reconocer.
El grabado en la empuñadura, los detalles finos  diseñados por el mejor herrero de su manada… esa arma le pertenecía.

El Alfa se quedó inmóvil unos segundos, la daga descansando sobre su palma como un recuerdo que nunca debió volver. Su respiración se tornó pesada, y la calma que lo rodeaba comenzó a fracturarse en un silencio espeso y peligroso.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó con voz baja, peligrosa.

La mujer dio un paso atrás, el temblor de sus manos hizo que las manzanas rodaran por el suelo.

—Y-yo… no lo recuerdo, señor —balbuceó, con los ojos llenos de lágrimas—. Un joven… vino hace unas lunas… necesitaba comida… intercambió la daga por unas manzanas. No supe quién era.

El Alfa apretó la mandíbula. La daga seguía en su mano, y por un momento, la sujetó con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Sus ojos, antes vacíos, ahora ardían con una furia que nada tenía que ver con el saqueo.

—Un joven, dices… —repitió, con una voz que ya no sonaba humana.

La mujer cayó de rodillas, rogando sin saber por qué. Pero el Alfa ya no la veía. Solo veía el recuerdo de quien había sido el último en portar esa daga, el nombre que no se atrevía a pronunciar.

El Alfa cerró los dedos alrededor del mango, sus nudillos se tensaron. Alzó la mirada hacia la mujer, que temblaba tanto que apenas podía sostenerse de pie.

—¿Recuerdas qué aspecto tenía? —preguntó con voz baja, gélida, cada palabra cargada de impaciencia—. ¿Hacia dónde se dirigió luego de darte la daga?

El silencio que siguió fue insoportable. La mujer titubeó, sus labios temblaron sin emitir sonido alguno. Sabía que cualquier respuesta equivocada podría costarle la vida.

—N-no recuerdo… —balbuceó la mujer, retrocediendo un paso.

—¡¿Recuerda bien?! —rugió el Alfa, golpeando con fuerza el mostrador. El sonido seco la hizo soltar un grito ahogado.

—¡Ah! Sí, sí… —asintió rápidamente, con lágrimas en los ojos—. Era un joven… no sé su nombre…

Seth estaba impaciente por obtener una respuesta clara; su corazón latía con fuerza, golpeando su pecho como si presintiera la verdad. Si era lo que pensaba… todo tendría sentido. Nunca encontró el cuerpo de su hermano, ni siquiera después de recorrer una y otra vez el río donde lo había lanzado tras apuñalarlo.

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⏰ Terakhir diperbarui: Oct 27 ⏰

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