𝐋𝐀 𝐒𝐀𝐋𝐈𝐃𝐀 𝐃𝐄𝐋 𝐃𝐈𝐀

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La luz de la mañana se filtraba tímidamente por las cortinas de lino blanco, acariciando las paredes de su habitación con un tono dorado suave

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La luz de la mañana se filtraba tímidamente por las cortinas de lino blanco, acariciando las paredes de su habitación con un tono dorado suave. Gi-hun abrió lentamente los ojos, sintiendo la calidez del sol en su rostro. Por un momento, el silencio era total, pacífico. No había pasos apresurados en el pasillo, ni la voz de su madre recordándole que tomara el desayuno, ni el murmullo de su padre leyendo las noticias en la sala.

Solo el canto lejano de los pájaros y el sonido, casi imperceptible, de los sirvientes comenzando su jornada.

Se sentó en la cama, desperezándose con lentitud. Miró a su alrededor: la caja del pequeño pájaro azul seguía sobre su escritorio, cubierta con una tela para mantener el calor. Se acercó y levantó suavemente la tela, encontrando al ave dormida, respirando con suavidad. Sonrió con ternura.

Sabía que sus padres no volverían hasta dentro de unos días. Habían partido la mañana anterior, dejando instrucciones claras a los guardias y al personal de la casa: "Que no salga", "Que no se aleje", "Que no hable con extraños". Las mismas advertencias que llevaba escuchando desde que tenía memoria.

Pero ahora, después de haber cruzado los límites de la mansión por primera vez, algo había cambiado. La curiosidad que antes dormía en su interior ahora ardía con fuerza. Quería saber más. Ver más. Sentir el mundo real bajo sus pies, no solo los muros impolutos y el césped perfectamente cortado del jardín familiar.

Se vistió con cuidado, eligiendo ropa sencilla, sin llamar la atención. Bajó a la cocina, donde una de las sirvientas le ofreció el desayuno. Gi-hun sonrió amablemente, aceptó una taza de té caliente y la bebió en silencio, mientras observaba el jardín a través de la ventana.

Ese día, volvería a salir.

Cuando terminó su desayuno empezó a caminar por el sendero trasero del jardín, el mismo que usó la primera vez. Ya no sentía el mismo miedo que antes, sino una expectación vibrante que se anudaba en su pecho. El día estaba despejado, el cielo abierto y amplio, casi burlándose de su encierro. Llevaba una pequeña mochila al hombro con una botella de agua, un cuaderno y algunas semillas envueltas en un pañuelo, por si el pajarillo azul necesitaba más tarde.

Esta vez se atrevió a desviarse por un camino diferente, uno que bordeaba la antigua verja cubierta por hiedra. Saltó con cuidado por una parte menos vigilada, donde el follaje era más espeso y las cámaras estaban alejadas. El corazón le latía con fuerza. El riesgo era inmenso, pero no podía resistirse.

A cada paso, el mundo parecía expandirse. Las calles polvorientas del distrito olvidado se extendían frente a él como venas oscuras, llenas de secretos, ajenas a su existencia privilegiada. Gente caminaba apurada, algunos cubiertos por chaquetas gastadas, otros intercambiando miradas nerviosas. Olía a humo, a aceite, a vida.

Avanzó con cautela, memorizando el camino por si debía regresar con prisa. Llegó a una plaza pequeña, con árboles torcidos por el viento y bancas de madera despintada. Observó un grupo de niños jugando con una pelota remendada y sintió algo cálido en el pecho, una nostalgia por algo que nunca tuvo del todo.

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