• Casi algo

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Capítulo 13 — CASI ALGO

Dormí poco.

No porque me faltaran horas, sino porque todo lo que dijo Sam anoche seguía rebotando en mi cabeza como un eco que no sabía apagarse.

“Si algún día vamos a ser pareja, quiero que no sea por nostalgia.”
“Quiero que sea porque nos elegimos ahora.”

Y claro… tiene sentido.
Todo lo que ella dice siempre lo tiene.
Lo jodido es que duele igual.

Me desperté temprano, con Genaro echado a mi lado como si también tuviera resaca emocional.

Le rasqué detrás de las orejas —como sé que le gusta— y me miró con esa cara de “¿ya vas a volver a pensar en ella, humano patético?”

—Tranquilo, Genaro. Hoy no la voy a buscar… Ella dijo que me avisaría.

Él bostezó con desprecio y se volvió a acomodar, estirando las patas como si supiera que el amor —como las siestas— siempre se complican cuando uno más lo desea.

Pero en la tarde…
Ella cumplió.

“Pásame a buscar a las seis. ¿Tienes antojo de algo dulce o salado?”

Le respondí:

“De ti.”

Y después corregí:

“Digo… de ambos. Pero lo primero era broma. Más o menos.”

Ella solo me mandó un sticker de un oso riéndose con una flor en la mano.
Y no sé si eso es coqueteo o amenaza.
Pero igual me bañé dos veces.

La esperé en el coche con Genaro en el asiento trasero, que iba sentado como copiloto alterno, con el hocico asomando por la ventana y una bandana roja que le había puesto para la ocasión.

Yo también me había arreglado. No demasiado. Lo justo para que pareciera casual.
Como si no me importara si se me veía bien la barba (cuando claramente me importaba).

Ella salió con el cabello suelto, un suéter beige y unos jeans que deberían ser ilegales de tan bonitos.
Subió al coche, saludó a Genaro con un beso en la cabeza —y Genaro se dejó—.
A mí me saludó con un beso en la mejilla. Y yo me dejé más.

—¿Vamos a algún lugar específico? —preguntó.

—Sí. A uno donde las expectativas no nos alcancen.

—¿Y eso dónde queda?

—En donde estés tú. Pero si quieres ser más específica: te voy a llevar al único mirador donde no hay gente con trípode ni drones molestos.

—Wow. ¿Eso existe?

—Existe todo lo que yo diga que existe. Pregúntale a Genaro.

Genaro ladró. O estornudó. Nunca estoy seguro. Pero quedó como respuesta oficial.

Puse una playlist con canciones que no eran demasiado cursis, pero sí lo suficiente como para que, si se quedaba callada en algún momento, pudiera creer que la estaba dedicando.

Ella se acomodó el cabello detrás de la oreja y empezó a cantar bajito una de mis favoritas.
Y ahí me mató.
Porque no sé qué tiene su voz cuando no intenta nada.

A mitad del camino, sacó su celular y me enseñó una foto de Genaro de cachorro.

—¿Este eres tú? —le preguntó.

—Claro. ¿No ves la misma mirada de “soy hermoso, hazme caso”?

Ella se rió. Genaro también. Bueno, meneó la cola.

Cuando llegamos al mirador, el cielo estaba en ese punto perfecto entre azul y violeta.
La ciudad se veía abajo como si alguien hubiera esparcido luciérnagas por accidente.

Extendí la manta.
Saqué el vino rosado.
Saqué también cerezas, palomitas y un chocolate que no recordaba haber comprado, pero parecía oportuno.

—¿Vienes preparado siempre o solo cuando quieres impresionar?

—Solo cuando me gusta la chica.

—¿Y si te dijera que esto es una trampa?

—Entonces caí con gusto.

Nos sentamos espalda con espalda al principio, mirando en direcciones opuestas.
Pero nuestros hombros se tocaban.
Y nuestros silencios también.

Genaro se acostó sobre la manta, con la cabeza en sus patas, como si ya conociera ese lugar de antes.
Como si él también supiera que en esa colina, con esa chica, había algo distinto.

Sam le acarició la cabeza.

—Tu humano me gusta —le susurró.

Yo fingí que no oí. Pero me sonreí como idiota.

—Él también me gusta —respondí en nombre de Genaro.

Después nos acostamos los tres.
Sí.
Literal.
Ella entre Genaro y yo, con las piernas cruzadas y el cabello extendido sobre la manta como si la noche la hubiese reclamado para sí.

—¿Sabes? —dije, mirando el cielo—. De niño, pensaba que cuando uno se enamoraba, había una alarma. Un ruido, un cambio en el aire, algo.

—¿Y?

—Nada sonó contigo. Solo… pasó.

Ella se giró hacia mí.

—¿Y crees que esto es eso?

—No lo sé. Pero si no lo es, que no me lo digan.

Ella me miró largo. Como quien está a punto de decir algo importante, pero se muerde la lengua.

—Me da miedo lo que me haces sentir.

—¿Y si lo dejamos de llamar miedo y le decimos “cosquillas”?---

Ella rió bajito.

Y después, sin aviso… me besó.

Fue un beso suave, sin pretensión.
Uno de esos que no buscan confirmar nada, solo sentir.

Más tarde, ya en el coche, de vuelta, le presté mi sudadera porque empezó a hacer frío y ella se negó a admitirlo.

—¿Sabías que me gustas más con frío?

—¿Por qué?

—Porque te acercas más.

Ella puso su cabeza en mi hombro durante el semáforo en rojo.
Y yo deseé que todos los semáforos fueran eternos.

La dejé en su casa.
Genaro, sabio como es, la miró desde la ventana como diciendo “ya vuelve pronto”.

Antes de bajarse, me miró.

—Gracias por hoy.

—Gracias por dejarme ser parte.

—No prometo nada, Pablo.

—No me prometas. Solo quédate un rato más.

Y se quedó.
Unos minutos.
Mirándonos.

Y después, como en cámara lenta, me acarició la mejilla con la yema de los dedos.

—Hasta la próxima cita, Sabino.

Y ahí supe que no estaba jugando conmigo.
Estaba viéndome.

Y que a veces, el amor no se dice.

Se insinúa con una sonrisa, un silencio, y un perro dormido entre dos cuerpos que todavía no saben si están comenzando… o volviendo a encontrarse.

 𝙑𝘼𝙄𝙑É𝙉 ▬▬▬ 𝙎𝙖𝙗𝙞𝙣𝙤Where stories live. Discover now