CAPÍTULO 4: AMARGOS RECUERDOS

637 47 17
  • Dedicated to Carolina E. Varela
                                    


—¿Qué ha pasado? —se pregunta Isaac en voz alta completamente descolocado. Sale por la puerta arrastrando los pies contra el suelo embaldosado. Eleva la barbilla y ve una gota de lluvia precipitándose desde el cielo plomizo—. Fantástico, ¿tú también? —Deja caer los brazos a los lados, rendido. Incluso el clima está en su contra. Saca el iPod y se ajusta los auriculares, dándole al botón del play y escuchando a The Fray. A unos metros ve a Vanessa. Parapetada tras la marquesina de una parada, observa a dos adolescentes intercambiando tórridos besos; son Úrsula y Lorca. Ambos se dejan llevar por sus más bajos instintos, permitiendo que las manos vaguen sin pudor alguno por la anatomía del otro. Permanecen ajenos a las caras asombradas de quienes, presos de la curiosidad y la turbación, fingen no observar la escena, dedicándoles miradas furtivas. Una anciana pasa por su lado alejándose y santiguándose, murmurando lo que será un padrenuestro seguido de dos avemarías. La pareja se explora a la vista de los viandantes. Los dedos de la rubia juguetean con la hebilla del cinturón que ciñe los pantalones del chico, mientras él susurra cosas picantes a su oído, lamiendo el lóbulo de su oreja con deliberada lentitud. Se colocan sendos cascos integrales y montan en una moto de color rojo apostada en el arcén. Es de montaña. Los bajos están cubiertos por una capa de barro seco reblandecido a causa de la lluvia que arrecia por momentos. «Ahora lo entiendo», piensa Isaac al darse cuenta de su épica metedura de pata. Ha criticado a las chicas que se acercan a tíos como Lorca tildándolas de estúpidas, sin saber que la amiga de Nessa es una de ellas. Lo que no comprende es por qué los observa a hurtadillas. Se acerca a ella con tiento. En cuanto esta se percata de su presencia, emprende de nuevo la huida.

La mañana ha dado de sí para Isaac, tanto que ha conseguido hacer una amiga y perderla en un breve lapso de tiempo. Eso le trae a la mente el primer día que pasó en el centro de menores. Llegó portando una sencilla mochila con escasas pertenencias. Su padre lo acompañó junto a la asistente social. Antes de que la puerta de la institución se cerrara, le dirigió una mirada vacía, carente de sentimientos o que ocultaba estos bajo una estudiada pose de frialdad. Apoyó secamente la mano en su hombro y, sin mediar palabra, se alejó de aquel lugar donde él permanecería recluido durante un tiempo. A continuación, lo llevaron a su habitación. En ella estaba su compañero de cuarto, un chico fornido que aparentaba más edad y cuyos rudos tatuajes contaban cientos de historias de una existencia vivida con prisa. Cuando Isaac y sus amigos iban al centro de la ciudad a mirar chicas o quedaban para un partido de FIFA, chavales como ese robaban coches para venderlos por piezas y amenazaban a punta de navaja a adolescentes sin suerte y con la cartera llena. El primer día sufrió la novatada: una paliza que terminó con un ojo amoratado, el labio sangrando, fuertes contusiones en el torso y una marca tatuada con una hoja de metal en su antebrazo, que desde entonces procura llevar tapado. Un número, el trece, ¿por qué ese en concreto? Por ser el decimotercer compañero de cuarto de Héctor, el Tatu, que es como llamaban al chaval con el que convivió durante casi dos semanas, hasta que este cumplió la mayoría de edad y abandonó el centro de menores. Por lo que supo más tarde, normalmente realizaba la marca en zonas más discretas, como la cara interior del muslo o entre los dedos de los pies, amenazando a la víctima de turno para que la mantuviera oculta y a los presentes para que no se fueran de la lengua, aunque el trazo en el brazo de Isaac fue su gran «obra de despedida». Pese a que sometían a los chicos a una férrea vigilancia, Héctor siempre se las ingeniaba para eludirla o encontrar puntos ciegos donde liberar la rabia. Astuto; mucho, casi tanto como retorcido. El peor castigo para Isaac eran los recuerdos que laceraban su mente azotada por la crudeza de los sucesos vividos. Un dolor que le acompañaría el resto de su vida, más allá de aquellas paredes.

Agita la cabeza intentando dar paso a pensamientos más positivos. Se refugia bajo la marquesina de la parada de bus metiendo las manos en sus bolsillos y topándose con un papel: la nota con la dirección de Nessa. «No vas a librarte tan fácilmente de mí», piensa, sonriendo envalentonado. En un par de horas acudirá a su cita.

* * *

Nessa está ya a varias calles. Continúa corriendo, empujando en su huida a un señor mayor que le lanza una mirada entre enojada y temerosa. Recoge el bastón que le ha tirado y se lo entrega deshaciéndose en disculpas. Se guarece debajo de un balcón, esperando a que la tormenta cese. Se ha largado antes de que llegara el autobús, dejándose llevar por una repentina rabieta, porque eso es lo que ha sido y ella lo sabe. «¿Por qué he salido disparada? Nadie me persigue.» Durante unos segundos, al verse reflejada en el cristal de entrada a un remodelado edificio de viviendas, con el pelo empapado, temblando de frío y respirando agitadamente, le entra la risa tonta y esta atrae la mirada de una mujer que la escruta contrariada pero sonriendo como si fuera algo contagioso. De pronto, la lluvia cesa casi de improviso y las lágrimas anegan sus ojos. «Fui una estúpida», se dice una y otra vez recordando el día en el local de Lorca y cómo este se aprovechó de ella. Se abraza a sí misma; está calada hasta los huesos. Se pone en camino, procurando que el tono rosado de sus mejillas desaparezca y no traiga consigo una salva de preguntas al llegar a casa. Va dando un rodeo, intentando despejar su mente: «Coeficiente cero, eso ha dicho el muy gilipollas. Cero son los amigos que va a tener por aquí como se comporte así». Reflexiona sobre lo que Isaac le ha dicho. Él no está al corriente de lo que sucede y mucho menos de lo que pasó, aunque al escuchar lo que ella en el fondo ha pensado más de una vez, se siente estúpida por haber confiado en aquel tío. Recuerda cómo, durante unos minutos, cuando él le susurraba cosas bonitas, todo parecía posible, incluso que llegase a quererla. El alcohol y aquello que le dio de fumar incrementaron esa sensación. Se sentía flotando, ingrávida, feliz. Una cosa llevó a la otra y las palabras acariciando sus oídos se convirtieron en una húmeda lengua ávida de contacto. Todo su cuerpo estaba en tensión, como las cuerdas de un arpa, un instrumento que él sabía afinar. Su ropa fue desprendiéndose de ella como lo hacen las hojas de los árboles en otoño, con total naturalidad. Las manos de Lorca eran expertas y cuando quiso darse cuenta estaba desnuda ante él, que la devoraba con lujuria, intercalando palabras amables y dulces para sosegarla. Su cuerpo, ligeramente esculpido tras horas de reparaciones en el taller, era una delicia y los dedos de Nessa lo recorrían con la misma ansia que él mostraba. Sus labios se unieron, pero no era amor lo que sintió, ni cariño, solo deseo; atracción física en estado puro. Fue entonces cuando algo en su interior le dijo que no era el momento. La voz fue acallada por un súbito pinchazo en el vientre, que pronto se convirtió en una quemazón. Intentó separar a Lorca, que se movía entre sus piernas con violencia. Él no paraba, continuaba penetrándola con más fuerza en cada empellón, anclando sus muñecas a ambos lados. Incluso le pareció atisbar entonces un brillo sobrenatural en sus ojos negros, un destello rojo. El efecto de las sustancias que la aletargaban comenzó a disiparse. Estaba tan tensa que le dolían los músculos del cuello.

Suplicó de nuevo que parara. Él la besó con fiereza, mordisqueando su labio inferior y jadeando en su oído. Se sentía incapaz de levantar ni un solo gramo, por lo que intentar apartarlo resultó inútil. Una lágrima furtiva resbaló por sus mejillas arreboladas. Le escuchaba gemir y notó un par de gotas de sudor cayendo sobre sus pechos desnudos. Pronto todo terminó y él se hizo a un lado, dando un trago a su cuarto botellín de cerveza. Le costó mucho incorporarse a causa del dolor que se extendía en oleadas a sus terminaciones nerviosas y ese estado de abotargamiento en el que se encontraba. Se sentía confusa y humillada. Él la miró a los ojos sonriéndole con aires de superioridad, como si ese hubiese sido el mayor regalo que pudiese hacerle. Apurando la cerveza y haciendo girar la rueda de su Zippo, dijo las terribles palabras: «Voy a echar una meada. Deberías marcharte. Por cierto, no puedo llevarte en la moto, he quedado con los colegas para tocar, ya me entiendes». Sí, él la violó. Lo que fumó no eran simples cigarros y lo que le dio de beber no solo llevaba alcohol; la drogó y abusó de ella. Nunca lo contó y ahora cree que es demasiado tarde. «Soy una cobarde, y quizás Úrsula o cualquier otra pague las consecuencias de mi miedo...»

Enjuga las lágrimas con un pañuelo en el portal de su casa, relegando al fondo de su mente los terribles recuerdos de aquel fatídico día. Coge aire lentamente, imposta una sonrisa y toca el timbre.


Continúa la historia de Nessa e Isaac en... (enlaces en comentarios)



Oh My Gothess (Primeros capítulos) Where stories live. Discover now