Katsuki no sabría nada esto hasta su adultez, gracias al ataque de un villano que casi le cuesta la vida.

Por eso, en ese momento sólo sabía que se sentía inquieto, como si necesitara moverse, pelear.

Así que empezó a actuar como todos esperaban que actuara el "niño prodigio".

En la escuela, los empujones que antes eran juegos se volvieron más ásperos. Las bromas se volvieron más pesadas. Las palabras, más duras.

Ya no estaba en el preescolar, dónde las maestras lo reprendían por usar su don. Ahora, los profesores miraban hacia otro lado. Incluso algunos lo alentaban en secreto.

Su actitud empezó a cambiar desde lo más básico. El ejemplo más claro era con Deku, cuando jugaban a ser héroes, ya no lo invitaba automáticamente a su equipo.

—Tú puedes ser... el civil —le decía, con una sonrisa torcida, como si fuera una gran broma.

Cuando Deku intentaba enseñarle un nuevo dibujo o contarle una idea, Katsuki a veces sólo bufaba.

—Eso no pasaría. Los héroes de verdad no se esconden ni planean tanto —decía, alejándose antes de ver la cara que ponía Deku.

Cada vez que Izuku se acercaba con esa energía que solían compartir, Katsuki encontraba una forma de poner un pequeño muro entre ellos.

No era cruel, no todavía. 

Era... indiferente.

Sus padres fueron los primeros en notarlo. Y eventualmente Deku, que era mucho más sensible para esos temas que Katsuki, se dio cuenta también.

Una tarde, después de clases, mientras caminaban hacia la salida, Deku miró a Katsuki con esos grandes ojos verdes llenos de preocupación.

—¿Kacchan...? —murmuró, jalando un poco su mochila—. ¿Hice algo mal?

Katsuki lo miró de reojo. Sintió algo incómodo en su pecho, como una chispa mal dirigida.

—No —respondió, cortante, sin detenerse.

Pero no volvió la cabeza. No le sonrió. No le dijo "vamos a tu casa juntos" como antes.

Así que Deku bajó la mirada y no preguntó de nuevo.

La distancia siguió creciendo.

Pero no porque Katsuki quisiera, no de verdad.

A veces, cuando nadie lo veía, seguía buscándolo entre la multitud.

Seguía esperando que Izuku se acercara con una hoja en la mano y los ojos brillando, para mostrarle un nuevo dibujo de su “traje de héroe”, o para contarle su último plan para jugar a salvar el mundo en el parque. Aunque ya no se atrevía a decírselo. Porque ya no sabía cómo recibirlo.

Y empezaba a preguntarse por qué eso dolía tanto.

Izuku siempre había estado ahí. Siempre.

Desde antes de que aprendieran a pronunciar bien sus nombres, desde antes de que existiera la palabra “quirk” en su vocabulario. Desde los días en los que el mayor problema del mundo era si llovería antes de poder ir a jugar.

Antes soñaban con ser héroes juntos. Se habían prometido que fundarían su propia agencia, que usarían trajes a juego, que serían como All Might y Nighteye, pero más fuertes, más unidos. Invencibles.

Y cuando se enteraron de que Izuku no tenía un don... dolió.

Katsuki recordaba perfectamente ese día: cómo el pecoso lloró hasta quedarse sin voz, con el rostro rojo y los hombros temblando. Y él, que siempre había sentido que podía con todo, solo sintió una rabia sorda, caliente, tan intensa que le ardieron las palmas.

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