Aladdin

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—¡Ven aquí, ladrón!
—Atrápame si puedes, vejestorio —dijo entre risas—.
Algo que era imposible. Nadie era más rápido que Al, y menos el señor Sultan, el dueño de la tienda de juguetes que apenas podía bajas las escaleras del porche sin sufrir una parada cardíaca. Le dio esquinazo unos metros después, sin poder reprimir una sonora carcajada. Aquello había sido más sencillo que robarle un caramelo al pequeño de la señora Ryan. Su increíble habilidad le había hecho ser conocido como el mejor timador de toda la ciudad. Aladdin aminoró el paso, sabiendo que las concurridas calles llenas de turistas camuflarían su fachada de ladrón. Se colocó bien la gorra y escondió sus ojos pardos tras unas gafas de sol. Mientras avanzaba entre la multitud, consiguió un par de carteras y un pesado de anillo. Podía robar lo que fuera incluso con los ojos cerrados. Aquello era su vida y no la cambiaría por nada.

Cuando por fin llegó a la pesada puerta del lugar al que llamaban “hogar”, un grupo de pequeñas cabezas de pelo oscuro le acorralaron.
—¿Qué has traído, Al?
—¿Es una muñeca? ¡Seguro que es una muñeca!
—¡Que no, que es el nuevo videojuego!
Él sonrió a sus compañeros de hogar. Aquellas pequeñas criaturas habían perdido a su familia, al igual que Al. Todos vivían juntos en el orfanato de la calle 13, sin nadie a quien llamar familia salvo a sus compañeros. Al llevaba allí toda su vida, gastando bromas a las limpiadoras y sacando sonrisas a los más pequeños. Una vez a la semana, Al se escapaba y robaba algún juguete de la tienda del señor Sultan para sus hermanos.
—¿Qué os parece... Un par de juegos de mesa?
Los niños gritaron eufóricos y corrieron a jugar con ellos. Al se encaminó al vestíbulo para subir a su habitación, con los bolsillos llenos de objetos de valor. No sólo los robos eran juguetes; también necesitaba algo de dinero para poder mudarse lejos cuando cumpliera dieciocho. ¿Qué mejores ingresos que las carteras de los ricachones de la ciudad?

Al estaba demasiado cansado después de la carrera. Así que apenas se percató en la chica que bajaba a trompicones la escalera, con la que se estrelló estrepitosamente. De un salto se levantó y le tendió amablemente la mano. Ella subió la cabeza y...
—¿Jaz? ¿Eres tú?
—¿Al? ¡Oh, Dios mío! —respondió la preciosa chica de largos cabellos oscuros y ojos castaños mientras abrazaba al chico—. Ha pasado una eternidad. Mírate, ahora eres más alto que yo.
Al difícilmente prestaba atención a sus palabras. Era ella, Jasmine, Jaz para los amigos, la chica más guapa y más inteligente que había conocido en toda su vida. Años atrás habían compartido hogar, el mismo orfanato en el que seguía viviendo Al. Eran grandes amigos. Salían de excursión cuando se lo permitían y se metían en líos cuando no. Aladdin estaba enamorado de ella desde entonces.  Desgraciadamente para él, la adoptaron los señores más ricos de toda la ciudad y se la llevaron lejos de su lado. Habían pasado seis años desde que la vio por última vez y había cambiado completamente. Ahora él claramente la superaba en altura y su pelo corto oscuro se había convertido en una larga melena que le llegaba hasta la cadera. Jaz vestía ropa cara y sus labios estaban maquillados excesivamente, pero sus ojos... Sus preciosos ojos pardos seguían siendo los mismos. Ventanas abiertas para aquellos que podían entenderlas y Al era una de esas personas.
—Guau —dijo Al mirándola, después de un largo silencio—, cómo has cambiado, Jaz —ella sólo sonrió y bajó la mirada—. ¿Qué haces aquí? ¿Nos echabas de menos?
—Muchísimo, por eso me he apuntado como voluntaria. Me han dicho que necesitáis mucha ayuda.
—No has cambiado tanto como creía. Sigues siendo la misma Jaz que ayuda a unos pobres huerfanitos como nosotros —dijo mientras ella le pegaba un suave puñetazo en el brazo—.
—Y tú también pareces ser el mismo. Oye, —Jaz se puso algo nerviosa— pensaba ir a tomar un helado con unas amigas pero creo que prefiero recordar aventuras con mi hermano de travesuras. ¿Te apetece?
—Por supuesto, princesa.

Hablaron durante horas. Al principio más incómodos pero luego volvieron a ser los mismos niños que robaban magdalenas a la cocinera. Se pusieron al día, contando qué les había ocurrido en esos seis años separados. Ella era alumna ejemplar del instituto privado más prestigioso del país y pronto viajaría como voluntaria a un país subdesarrollado para ayudar a niños en extrema pobreza. 
—Comparado con mi vida —dijo Al risueño—, deberían coronarte Miss Chica Perfecta o algo así. Eres maravillosa.
—Vamos, no seas tonto. Tú también eres increíble.
—Sí, increíblemente inútil. Pero gracias por el cumplido —dijo mientras le guiñaba un ojo—.
—Dios —exclamó mientras miraba el reloj—, se me ha pasado el tiempo volando. Es como cuando hablábamos durante toda la noche a escondidas de los supervisores —suspiró—. Qué tiempos. En fin, creo que debería marcharme. Ha sido genial estar contigo de nuevo, Al. Tenemos que vernos más a menudo.
—Cuando quieras, Jaz. No tengo mucha vida social y ya tienes mi número, así que llámame cuando quieras.
—Lo haré —se acercó a él y lo abrazó fuertemente—. Gracias por todo. Nos vemos.
Jasmine se encaminó hacia el coche y justo cuando iba a arrancar, recordó algo y bajó corriendo del coche.
—Mi fiesta de cumpleaños es este sábado —dijo entre jadeos. Después bajó la mirada y susurró tímidamente—, y me encantaría que vinieses.
—Cuenta conmigo, princesa. Voy a hacer que ese sea el mejor cumpleaños de tu vida.
—Ay, ¡no sabes cuánto te lo agradezco! —se acercó y le plantó un beso casto en los labios. Después se alejó rápidamente y gritó desde el asiento—. ¡Acuérdate, el sábado a las siete en mi casa!

El coche se alejó por la carretera principal, pero Al seguía con la sonrisa de enamorado pegada a su cara. Le había besado, ella le había besado. Era el momento que había esperado toda su vida. Después de unos minutos estudiando el fortuito roce, se alejó andando, sintiéndose el chico más feliz de la Tierra. Pero toda esa alegría se vino abajo cuando recordó las últimas palabras de la chica. Apenas quedaban unos días para su decimoséptimo cumpleaños. Haría una gran fiesta en su enorme casa con toda la gente acomodada de la  ciudad. Irían bien vestidos y llevarían regalos caros, mientras él vestiría unos vaqueros con numerosos agujeros y llevaría un pequeño paquete de poco valor. Debía regalarle algo que recordase siempre. Al pensaba y pensaba, pero no encontraba nada que pudiera servirle. Hastiado, se sentó en la acera. No quería perderla de nuevo. Entonces, lo vio. Relucía bajo la luz del escaparate, tanto que parecía una estrella caída del cielo. La gema azul colgaba de una fina cadena plateada. Ese siempre había sido su color favorito. Ya lo veía descansando en su pecho, cerca de su corazón. Estaba hecho para ella. Al se había decidido a comprárselo cuando vio el precio con ojos desorbitados. Era demasiado para un ladrón huérfano. Aunque robara cien carteras no conseguiría el dinero y tampoco podía robar la cadena. No sería justo. Enfadado, alzó los puños, decidido a pegar lo que fuera que se interpusiera en su camino.
—¡Eh, para el carro, muchacho! —dijo una voz ronca proveniente de un señor alto con gabardina—. No queremos que nadie salga herido.
—¿Quién es usted?
—Un simple admirador —dijo mientras se encendía un cigarrillo que ofreció a Al—. Todos te conocen como el mejor timador de la ciudad. Eso es un honor.
—Supongo —susurró, rechazando el cigarrillo—. ¿Qué es lo que quiere?
—Necesitamos un compañero, chico. Uno bueno. Y no creo que haya nadie mejor que tú
—No quiero meterme en líos, señor —fingió mientras se alejaba—. Gracias por la oferta, pero mejor me voy.
—He visto cómo admirabas ese collar, muchacho —Al se paró en seco—. ¿Es para una chica? Tienes buen gusto, y uno caro, debo decir. Si trabajas con nosotros, conseguirás el dinero para poder comprarlo.
—¿En serio?
—Como lo oyes. Es un trabajo sencillo. Tenemos a los mejores trabajando para nosotros. No habría ningún peligro. Simple: conseguimos lo que queremos y tú podrás comprarle lo que quieras a tu chica.

Al dudó. No conocía a ese hombre y podría tratarse de lo peor. Quizás quería que transportase droga o que matase a alguien. Quién sabe. Pero la recompensa era demasiado apetecible. «Lo haré por ella. Para poder merecerla».
—De acuerdo, ¿qué tengo que hacer?
—Bien hecho, muchacho. Este es el plan —susurró mientras le llevaba hacia la oscuridad de la noche—.

El plan no salió bien. Nada bien.  Mucha sangre. Horror. Disparos. Gritos. Decenas de heridos. Cuatro muertos. La ciudad lloró a los tres agente de policía fallecidos y al pobre joven huérfano que pasaba por el peor lugar en el peor momento. Nunca nadie supo la verdad. El decimoséptimo cumpleaños de Jasmine se convirtió en la mayor tragedia de los últimos años, llevándose a su príncipe azul, ese que iba disfrazado de ladrón; a su compañero de aventuras; al amor de su vida, se llevó a aquel que jamás pudo demostrarle cuánto la amaba en realidad.

Colorín, colorado, esto aún no ha acabado Donde viven las historias. Descúbrelo ahora