Epílogo II

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30 de abril, 2017

Nada se comparaba a Nueva York en primavera. El aire fresco y revitalizante llenaba las calles de la agitada ciudad. En abril, el Central Park se vestía con un manto de colores vibrantes, con árboles florecidos que se mecían suavemente con la brisa. Los cerezos y los tulipanes pintaban el paisaje con tonos rosados y amarillos, mientras que el verde intenso de los prados y los arbustos resaltaba en hermoso contraste. Las temperaturas eran suaves y agradables, lo suficientemente cálidas como para disfrutar al aire libre, pero no tanto como para ser sofocantes. La gente llenaba el famoso parque, aprovechando el clima para pasear, hacer picnics o simplemente relajarse bajo el sol primaveral. Y en medio de este idílico escenario, estaba la familia Bustamante-Reverte, disfrutando de la belleza natural y la energía contagiosa de la ciudad que nunca duerme.

Inicialmente, el plan era viajar solos. Esta ciudad tenía un significado especial para ambos y era importante para ellos resignificarla en privado. Sin embargo, Santiago estaba muy sensible ante la llegada de su hermanito. Aunque había días buenos, donde el pequeño mostraba interés por la llegada del nuevo miembro, acercándose a la barriga de su madre para interactuar de alguna manera con él y visualizándose jugando juntos, también había muchos otros días en los que seguía mostrándose reacio a la idea. Roberta comprendió que decirle que harían un viaje sin él, estando ella embarazada, solo lo angustiaría, y a ella le rompería el corazón, como siempre que veía a su niño llorar. No habría sido capaz de disfrutar del viaje sabiendo que Santiago estaba solo y sufriendo lejos de ella. Cuando propuso a Diego que el viaje lo hicieran los tres, él estuvo de acuerdo sin dudarlo.

Aquí estaban, disfrutando del último día de los cinco que se habían tomado para descansar, aprovechando el regalo que mutuamente se habían hecho en la pasada Navidad. Además, era probable que esta fuera la última oportunidad que tendrían de hacerlo en un buen tiempo, ya que la pelirroja ya estaba embarazada de más de seis meses. Pronto el nuevo bebé estaría con ellos y viajar se volvería un problema.

Sentada sobre una colorida manta que habían comprado, vestida con una camiseta de algodón fucsia, overol de mezclilla y zapatillas de lona negras, y con la espalda apoyada en el tronco de un viejo árbol que le regalaba una agradable sombra con sus largas y frondosas ramas, Roberta se acarició el abultado vientre, tratando de calmar con ello el movimiento de su hija dentro de sí. Habían decidido no confirmar sus sospechas con las ecografías, queriendo mantener la incertidumbre hasta el parto para confirmar el sexo del bebé, pero ella no necesitaba eso para ya estar segura de que era una niña, información que no estaba dispuesta a compartir con Diego, pues aún su deporte favorito era, y siempre sería, llevarle la contraria para molestarlo. Había tenido muy buena intuición con Santi, recordó, pues desde temprano estuvo segura de que sería un varoncito; no tenía duda de que esta vez no sería diferente.

—Cálmate, intensita —le susurró amorosa, sin dejar de frotarse el vientre en relajantes círculos, cuando recibió una de sus usuales pataditas.

Desde el principio, su pequeña había sido inquieta. Un día se había movido y desde ese momento no se detuvo más. Debido a esto, había noches en las que le costaba mucho conciliar el sueño, pero solo hacía falta que Diego le hablara para que todo se calmara adentro. No iba a negar que esa dinámica muchas veces la frustraba un poco, pero se le olvidaba inmediatamente cuando veía la inmensa y genuina felicidad en el rostro del padre de sus hijos, cuando él podía ahora ser parte de todas y cada una de las etapas de su embarazo.

Diego se había involucrado en absolutamente todo lo referente al bebé. Estuvo presente en cada ecografía, en cada hito de crecimiento. Había pintado con mucha dedicación la habitación que sería para el bebé, con el color aquamarina que habían revisado en el catálogo, cuidando que no fuera demasiado oscuro como para ser percibido como azul, ni muy claro para que se confundiera con un turquesa, tal como ella le había pedido. Junto con Santi, habían armado la cuna y todos los muebles que le gustaron, una vez que habían salido de compras al centro comercial. Cada vez que ella tenía un antojo en la madrugada, él no tenía reparos en salir a buscarlo y tampoco tenía mucho problema en lidiar con sus alborotadas hormonas, con lo bueno y malo que aquello implicaba. Por un lado tenía unos cambios de humor terribles, los cuales a veces lo hacían perder la paciencia, pero por otro lado, ella estaba muy activa sexualmente y eso, para él, en sus propias palabras, era un ganar-ganar.

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