CAPÍTULO 2

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Avilés. Aparcamiento de la playa de San Juan

20 de septiembre. Esa misma mañana.


Escuché un disparo y al segundo David "el Cojo" cayó abatido al suelo. Me moví rápido hasta colocarme detrás del cuatro por cuatro de mi jefe. Bang-bang. Lucas, el vicepresidente de los Astaroth, hizo lo propio, atrincherándose hombro con hombro a mi lado: la pipa sujeta con fuerza a la altura de su cara, el gesto contraído por la furia, las maldiciones precipitándosele entre los dientes porque todo se había ido a la mierda. Yo en cambio guardé silencio. Bang-bang. Asomé con cuidado la cara por el lateral del vehículo justo para ver cómo otros dos miembros del motoclub caían abatidos cerca de sus motos. La bolsa con las armas había quedado en tierra de nadie; el maletín con el dinero, en manos de los mafiosos. Actué rápido. Podía revertir el repentino tiroteo y convertirlo en una oportunidad. Con el tiempo me había convertido en un experto en sacar ventaja de cada piedra del camino. Me coloqué de rodillas, contuve el aliento como si la falta de oxígeno pudiera borrar el límite que estaba a punto de cruzar y disparé... dos veces. La primera de las balas alcanzó al cabecilla de los albaneses en un hombro; la segunda, atravesó a su lugarteniente en un costado. Sus escoltas, situados más allá de nuestra posición, nos devolvieron el saludo con una ráfaga ininterrumpida de disparos. Lucas vació su cargador ciego de ira, pero lo hizo contra ningún objetivo en concreto. Bang-bang. A través de los altavoces del coche las guitarras de Bestia Negra rompían la ley con una canción que insinuaba que "podía poner un poquito más de acción en mi vida".

«¡Hay que joderse!», pensé.

No era de los que creía en las casualidades, pero en ese momento había tenido la impresión de que el destino estaba burlándose de mí.

Escuché al vicepresidente de los motoristas decir algo de los chalecos de sus hermanos y de que había que recuperar las armas. No me lo pensé dos veces.

—Cúbreme —le dije, y antes de que Lucas pudiera pronunciar una sola frase me deslicé hasta el lateral de una caseta que había medio del aparcamiento. Llovían balas por todos lados. Con la espalda pegada a la pared fuí rodeándola hasta colocarme detrás de los mafiosos. Los hijos de puta tenían atrincherado a Lucas contra el coche. Tenía que actuar rápido o el motero no lo contaría. Pistola en mano, busqué un buen ángulo de disparo y... Bang-bang. Los dos mafiosos que quedaban en pie cayeron fulminados al suelo. A lo lejos comenzaban a escucharse las sirenas de la policía.

—¡Me cago en la puta! —mascullé.

Teníamos que largarnos de allí cagando leches o podría poner en peligro mi tapadera.

Y teníamos que hacerlo rápido.

Me agaché, recogí los chalecos de los motoristas muertos, la bolsa con las armas, el maletín con el dinero y me subí a una de las motos de aquellos desgraciados.  Tras arrancarla, llegué hasta Lucas.

—¡Sube! —le ordené deteniéndome frente a él—. ¡Ahora!

El tipo arrugó la frente pero hizo lo que le decía. Por el gesto que puso deduje que, o era la primera vez que se subía de paquete a una moto o no le gustaba que un extraño le diera órdenes; tal vez las dos cosas.

Cuarenta minutos más tarde estabámos a salvo en una nave industrial de las afueras Avilés. El vicepresidente de los Astaroth escondió la moto en un pequeño cuarto que había tras unos estantes cargados de sacos de cemento y a continuación guardó las bolsas con la pasta y las armas en una caja de seguridad escondida tras un mueble de madera carcomida. Era la oficina de una empresa de materiales de construcción. Yo me quedé fuera, esperando junto la puerta de entrada, fumándome un cigarro en silencio.

INFILTRADOWhere stories live. Discover now