Virgil Van Dijk.

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La tentación, es el pecado más común
en el ser humano...

La idea no sonaba tan mal, de echo, en sus labios era tan tentativo que no lo pensó dos veces, pero la culpa estaba ahí, burbujeando en su sangre y quemando sus venas.

Porque ella iba todos los domingos a la iglesia, comía hostia, tomaba vino bendecido, se confezaba al inicio de cada mes, era voluntaria en las vigilias y había realizado todos los mandamientos de Dios.

Hasta que lo conoció a él, a Virgil.

En esa pequeña ciudad, en Liverpool.

Y en medio de esa tempestuosa lluvia, que amenazaba con tumbar el cielo, en medio de una carretera rocosa; los jugadores del club se vieron obligados a refujiarse en lo primero que vieron, y la iglesia De Sant Marcos Iluminado fue la desafortunada. Donde ella residía, su hogar. Y recuerda cada suceso de ese día como su fuese ayer. Que en medio de sus rezos en la madrugada tocaron las puertas, y claro, al ser el hogar de Dios no les pudieron negar la estadía, y mucho menos cuando sacaron un jugoso cheque.

El padre Albert no se negó, de verdad necesitaban ese dinero, y solo sería unas horas hasta que bajara la lluvia.

Aquellas personas se presentaron con los integrantes de la iglesia que todavía quedaban, y ella, lamentablemente estaría en servicio ese fin de semana.

Frente al altar, con su cabello en la mandíbula, su vestimenta blanca olgada, apenas apretada por el cinturón en su cintura, su cara sin una gota de maquillaje, y sus nervios a flor. Ella sonrió, como lo hacían los hombres frente a ella, y mientras el padre junto al  obispo repartían mantas, ella les daba galletitas con chocolate tratando de apaciguar el frío, pero justo después de darle una galleta al viejito de lentes... El aura amigable cambió, y fue turno de Virgil.

Con sus ojos oscuros, tan oscuros como un hoyo sin fondo, a ella le dieron escalofríos, y le pareció injusto que aquel hombre haya entrado a la iglesia, luciendo como... Lúcifer. Su altura, sus hombros gruesos, su mandíbula marcada, el cabello detrás de sus orejas. Le parecía insólito como podía fijarse en esos detalles cuando nunca fue observadora. Y así como se las dio, se marchó de su lado, con una pequeña opresión de desaprobación.

Preferia limpar el excremento de Lorrain, a tener que entregarle galletas a un demonio que no se molestó en darle las gracias.

Pará su suerte no la mandaron a hacer otras cosas, no más que pedirle terminar con lo que hacía y que ya se fuera. Fue hasta su habitación con Lorrain siguiéndole el paso, y se metió en los dormitorios. Se daría una ducha rápida para poder dormir y levantarse temprano a ayudar con las consecuencias que seguramente dejará la lluvia. Cuando ella ingresó al baño, suspiró y dejó la puerta a medio abrir, no le gustaba estar encerrada, y se encargaba de hacer el ruido suficiente para que no entrasen.

La hermosa Marget, se deshizo de sus prendas abultadas y se metió en la espaciosa ducha, sintiendo el agua fría caer sobre sus hombros.

Y fue cuando sintió algo más ahí con ella, que pensó que era la cabra curiosa que tenían como mascota, así que no le dio importancia porque la cabra solo traía buena suerte y mucha abundancia — Cierra la puerta cuando te vayas, Lorrain, deja tus bendiciones adentro.

Era un dicho, lo repetían todos, y ella más al ser su dueña y la persona favorita de la cabra. Y tal como lo pidió, la puerta fue cerrada. No le causó miedo, no hasta que pasaron los minutos y el tranquilo baño se volvió una cámara de gas. Podrían ser sus imaginaciones, pero casi se podía respirar el aire pesado, casi tenebroso. La hizo cerrar poco a poco la llave del agua.

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⏰ Last updated: Mar 22 ⏰

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