Pequeño bachecito I

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—Menudo calor hace —murmuré, algo malhumorada nada más montarme en el taxi.

—¿Quiere que suba el aire, señorita?

La verdad era que no esperaba que el conductor me escuchase. Más bien estaba hablando para mí misma; era algo que solía hacer y casi que me molestaba cuando la gente me respondía, interrumpiendo mi monólogo personal.

—No, no se preocupe. Aquí dentro se está bien, gracias —contesté, mientras me recogía mi melena pelirroja en una especie de moño y la dejaba caer libre otra vez, al no tener ninguna goma de pelo a mano.

El hombre me miró por el espejo retrovisor y asintió.

—¿Dónde vamos?

Le entregué la dirección del hotel, y el vehículo se puso en marcha. Miré brevemente por la ventanilla, observando como dejábamos el aeropuerto atrás, antes de sacar el móvil del bolso y avisar a mi mujer de que ya había llegado a Menorca y que en unos doce minutos, si no había demasiado tráfico, estaría en el hotel de Ciudadela.

La última vez que había estado en la isla, había sido, precisamente, con ella. Habían sido unas vacaciones un poco locas, hacía algunos años; cuando todavía no teníamos hijos y en un punto en el que nuestros trabajos no nos tomaban tantas horas como en la actualidad. Diría que nos habíamos pasado la mitad de los días borrachas, bebiendo en la playa o en el balcón del apartamento, y haciendo el amor en la piscina cuando había poca gente.

Ah, los buenos tiempos.

Tengo que admitir que el apartahotel en el que nos habíamos alojado por aquél entonces era bastante cutre, en comparación al hotel que me esperaba en cuanto me bajara del taxi. Cada época de la vida tiene lo suyo. En aquél momento lo que teníamos eran ganas y poco dinero; ahora teníamos dinero abundante pero muchas obligaciones.

Disfruté de las bonitas vistas al mar que me ofrecía la única carretera de la isla que pasaba por toda la periferia menos por un pueblo, y no tardé en llegar al hotel; alejado de las playas pero con unas increíbles vistas al puerto desde las habitaciones situadas en los pisos más altos. Esperaba que mi habitación fuera una de ellas. De todas las formas, no estaba ahí por ocio.

Malditos congresos y convenciones de Psicología y maldito Alex, que siempre me hacía ir a mí. Hablando del rey de Roma, mi teléfono empezó a sonar con insistencia, como si me hubiera escuchado maldecirle.

—Dime —respondí secamente.

—Oye, oye... Qué cabreada suenas para ser que estás en Menorca de cháchara.

—Así que de cháchara, ¿eh?

—Bueno, ¿Cuántas horas al día te ocuparán las reuniones y las charlas? Estoy seguro de que te he hecho un favor.

Rodé los ojos. Alex era mi jefe desde hacía muchísimos años, el director de la clínica privada en la que trabajaba. No era mucho mayor que yo, por lo que nuestra relación era buena y superaba los límites estrictamente laborales.

—Eso ya lo veremos. ¿Me has reservado una buena habitación? Tú ya me entiendes.

—Pero por supuesto, Hódar. ¿Por quién me tomas? De todas las formas, solo llamaba para asegurarme de que has llegado bien y el vuelo ha sido puntual.

—Sí, claro, todo está bien. Estoy prácticamente en el hotel, mejor hablamos luego, que tengo que hacer el check in y me apetece darme una ducha y cambiarme de ropa.

—Muy bien, marquesa. Hablamos luego pues. Pórtate bien, ¿eh?

—Que te den, Alejandro.

Salté del taxi después de pagar, quedándome el ticket que luego me abonaría Alex; y aquél edificio blanco e imponente, franqueado por altas palmeras, me recibió con un aire condicionado exquisito en cuanto puse un pie dentro. El vestíbulo, fresco y espacioso, estaba prácticamente vacío. Tiré de mi pequeña maleta hasta llegar al mostrador, y me esperé a que la pareja que tenía delante, dejara libre a una de las recepcionistas.

Kivi- One shots Where stories live. Discover now