Capítulo II: El hombre de guantes

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Nací el ocho de enero de mil novecientos noventa. Mil veintinueve personas nacieron junto conmigo. Quizás cuántas a la exacta misma hora, gritando al unísono en el primer aliento por la vida. Cuántas con mi mismo nombre. Mil veintinueve personas con las que probablemente nunca coincidiré. Podría ser que finalmente sea aquella una de tantas pruebas de la soledad con que nacemos; del libre albedrío que alcanza su límite siempre tempranamente: no poder escoger con quién coincidimos en la vida. No poder alcanzar a quienes parecen ser tan similares a nosotros. Escuché alguna vez que en algún rincón del mundo no solo una persona debe de haber iniciado su existencia conjuntamente, sino que también alguna semilla brotó en nuestro alumbramiento, y que quizás esa semilla sea ahora un árbol que en silencio ha sobrevivido los mismos años que nosotros. Me gusta creer que mi árbol mudo sacude sus ramas en un bosque alejado de las grandes ciudades; que tiene su tronco roído y marcado, como las pequeñas cicatrices que quedaron en mis rodillas luego de los juegos de la infancia, o como mis caderas estriadas luego de que las curvas se definieran en mi cuerpo adolescente. Me gusta creer que al centro de su corteza -donde nadie ve- tiene huellas del pasado que no quiere recordar; como el dolor que dejó mi abuela al partir, o las palabras que se me atoraron y no alcancé a decir a los hombres que antes amé. Me gusta creer que mi árbol, que se estira lentamente al ritmo de cada paso que doy, también en ocasiones se siente solo, aunque esté rodeado de otros árboles. Y se siente diferente, aunque sean todos iguales. Quizás mi árbol no haya sobrevivido estos treinta y cuatro años. Tal vez nunca existió la semilla que brotó al momento de nacer. Pero es más importante creer en su existencia, que su existencia misma. Su idea es compañía cuando me siento sola. Vivo con Clara y Audrey, porque me gusta la compañía, y también porque no puedo costear un apartamento para mí sola.

Cuando llegué frente a la puerta dejé deliberadamente que mi mano deambulara dentro de mi bolso por varios segundos y finalmente suspiré cerrando los ojos. Era tarde y nuevamente había olvidado las llaves, quién sabe en qué rincón: tendría que tocar el timbre.

-¿Alguna novedad en el Excálibur?- preguntó Clara con ojos cansados, ya enfundada en un pijama demasiado grande para su cuerpo delgado y menudo.

- ¡Perdón!, no quería despertarte. Es que...

- Olvidaste las llaves- terminó la frase por mí. Sonaba somnolienta, pero no había enojo en su voz. -No hay problema, Oddie.

Clara volvió a su cama y me acerqué a Audrey en la cocina abierta, que se ubicaba al centro del departamento, como un corazón tibio que unía las tres habitaciones.

-¿Me servirías uno?- la pelirroja asintió sonriendo y llenó una segunda taza con café, que luego me tendió.

-¿Qué tal hoy?- preguntó.

-Aburrido, todo lo de siempre. Tom, el del trabajo, de nuevo inventó una excusa para irse antes y terminé haciendo parte de sus informes. Estoy segura de que algo se trae con Laura, no me explico de otra forma que siempre se salga con la suya.

-Para ser justa, con el mal carácter que tiene tu jefa, si algo tienen ellos dos, creo que se merece alguna recompensa- reí levemente.

-Supongo que sí.

-También fuiste al excálibur, ¿no? Por la hora que es...

-Sí, ya sabes que el lugar me ayuda a despejarme para terminar el día..

-Si dejaras de ir tan seguido seguramente podrías pagarte un lugar para ti sola con todo el dinero que allá gastas en cerveza y queso.

-Prefiero la cerveza y el queso. En especial el queso. ¿Y tú qué haces levantada a esta hora?

- Luciano me invitó a una fiesta en su casa.

-¿Luciano, el italiano? ¿El hombre moreno y de ojos azules que parece una estatua de museo descongelada, con sus músculos definidos y casi un metro noventa? ¡¿Ese Luciano?!

-Ese Luciano.

-Y entonces, ¡¿Qué mierda estás haciendo acá, en lugar de estar completamente desnuda y extasiada en su cama?!

- Mal interpreté las señales- fruncí el ceño.

- ¿A qué te refieres? ¿Se lió con otra chica?

- Nop. Con otro chico. Resultó que nunca estuvo coqueteándome. Solo es muy amable. -Me eché a reír a carcajadas bajo la mirada fulminante de Audrey. -Bueno, al menos lo intento, ¿cuándo fue la última vez que a ti te interesó alguien?

-Cuando me quería demasiado poco a mí misma como para salir de una relación dañina- contesté, a pesar de saber perfectamente que se trataba de una pregunta retórica. Audrey suspiró.

-Odette, ya pasó un año desde que James se fue-. Asentí y sonreí tristemente.

-Pero fue importante para mí. Aún no estoy lista-. Me acerqué calentándome las manos con la taza de té y le di un beso en la mejilla.- Buenas noches.

***

Luego del trabajo volví a ir al Excálibur el jueves por la noche. No solía ir dos días consecutivos, pero la noche del miércoles mi mente había vagado en sueños extraños en que aparecía repetidamente un hombre de cabellos castaños que me observaba desde lejos. Nunca lo había visto en los dos años en que llevaba acudiendo rutinariamente al bar, y no tenía sentido, por tanto, que volviera a encontrarlo ahí -incluso si, como afirmaba Noemí, el hombre vivía en el lugar-, pero no me sorprendí cuando al entrar lo vi sentado en la misma mesa que el día anterior, mirando expectante hacia la puerta, como si hubiera estado esperando encontrarme también. Nuestras miradas se encontraron deliberadamente. Ninguno de los dos sonrió, pero sentí una sensación cálida en el pecho, y me senté en el lugar de siempre sin dejar de escudriñar sus ojos oscuros a la distancia. Noemí dejó una cerveza y una pequeña tabla con queso frente a mí. No preguntó qué quería: solo me sirvió, sin esperar, lo que ordenaba habitualmente y sonrió con complicidad: no necesité palabras para entender que lo había enviado Átychos. Sí estaba esperándome, con tanta confianza que mi pedido estaba listo antes de que yo llegara. Lo miré y me sonrió tímidamente, sin dejes de suficiencia ni galanteo.

Quizás tendría que haberme molestado que en un solo día ya supiera qué solía beber, o que hubiera invadido mi espacio tan precozmente. Quizás tendría que haberme asustado su intencionada bienvenida; el hecho de saber que me esperaban sin invitación. Sin embargo, aquel extravagante gesto se sintió cómodamente razonable, como si hubiera sido un amigo de años enviando un regalo.

Me levanté de mi silla antes de tocar mi comida y caminé con decisión hasta su mesa. Me quedé de pie frente a él, que escondía en sus ojos un poco de sorpresa y otro poco de vergüenza.

- Átychos es un nombre raro- solté sin pensar, y me arrepentí al instante. Pensé que se enojaría, pero en su lugar se echó a reír.

-Sí, en realidad lo es. ¿Quieres sentarte conmigo?

InfortunioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora