Capítulo 2 - La huida

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—¿Quieres ir conmigo a la capital? —Layla me observó, a la expectativa de mi respuesta. Pero solo me quedé observándola consternada sin saber qué hacer- Tranquila, sé que es una propuesta complicada.

Sólo pensé que tal vez allá tendrías más oportunidades de surgir. Me voy la siguiente semana, estaré esperándote en mi casa, si no apareces en varias horas, sabré que no lo aceptaste -

Lo que pude hacer en ese momento es asentir, continuamos el día como si nada hubiera pasado. Veía a mi madre, sentada con mi hermano en sus piernas, aquel día se nubló en mi mente.

Los días pasaron y tenía que darle una respuesta. Nunca dudé si mi indecisión era ante la duda de permanecer o no acá, pues una oportunidad así es lo que siempre anhelé. A pesar de cada pelea, de cada grito o insulto, quería a mi madre y siempre la comprendí.

Sé que ha sido duro para ella, no quería dejarla con mi hermano sola. A demás de los problemas económicos, ella será juzgada.

Al inicio siempre sentía que ella no me quería, con los años aprendí su manera de demostrar su aprecio. Ella no me lo demostraba con un abrazo, como es común, pero notaba su amor en las manzanas que me deja en la mesa antes de ir a la escuela, en los vestidos feos que me hacía y en las pequeñas sonrisas de aprobación.

¿Cómo podría ser tan mal agradecida?

Cada día, mi pecho pesaba más. Cuando la noche caía y cuando el sonido exterior se extenuaba, mi mente era un caos que no se aplacaba aún dando vueltas en la cama o intentando leer algún libro antes de dormir. Al amanecer, me encontraba somnolienta al cuidar de mi hermano.

Layla se iría mañana y cada minuto que pasaba, era como una soga al cuello que se apretaba.

En un momento decidí ir al baño a refrescarme, encontrándome con mi reflejo en el espejo. Usualmente me gustaba hablar conmigo misma para despejar mi mente y tomar alguna decisión.

Pronto noté mi rostro demacrado por estos días sin dormir. Nunca me sentí especialmente bonita, pero al crecer, los hombres a mi alrededor empezaron a tratarme con más interés de lo que mostraban en otras chicas.

Mi cabello caía hasta mi cintura, como una cascada con ondas doradas y mis ojos verdes brillan con tintes castaños. Mi rostro es ovalado, mis mejillas regordetas se adornaban con pecas salpicadas a lo largo de mi rostro. Donde vivo es común ver cabelleras rubias o anaranjadas caminar por el pueblo, aquel rubio a menudo es pálido y frío, mi cabello resaltaba un poco al tener aquel tono dorado.

Aún me recuerdo de pequeña fingir ser una princesa y decir los diálogos de libros de cuento al frente del espejo. Nunca me di cuenta el momento en el que crecí, aunque sea una tontería, aquel recuerdo tejió un nudo en mi garganta.

Pronto cumpliría 17, aún seguía sintiéndome pequeña, pero mi cuerpo ya se había desarrollado y aunque no lo quería aceptar, mi vida está pasando al frente de mis ojos. Mi infancia había acabado hace mucho y pronto, mi adolescencia también lo hará.

Mi cuerpo siempre ha sido delgado, pero ya no como aquella niña sin curvas que solía ser. Mis ojos, que lucen tras mis ojeras acumuladas, nunca me gustaron por lo redondo y caídos de su forma. Layla solía decir que se ven tiernos, que parezco un gatito triste.

Es curioso pensar, que toda mi vida odié el lugar donde nací, pero ahora al recordar aquellas calles me da nostalgia.

Al poseer el instituto Milchesten y muchas de las empresas más importantes de estos estados, se le considera la capital del ganado y la siembra que abastece el resto del país e incluso los países vecinos. Por acá pasa todo el cargamento pues hay muchos puntos de control de la mercancía.

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