—No, simplemente quiero que funcione, porque siento que este matrimonio se desmoronará en cualquier momento y será un desastre —la joven llevó su taza de té a los labios y le dio un ligero sorbo antes de continuar—. Creo que deberíamos considerar la idea de abrir algún tipo de cabaret para hombres.

La propuesta dejó a Vicenzo sorprendido.

—¿Qué? —ahora él tenía toda su atención, incluso había acercado su silla un poco más a la suya.

Sara sonrió por dentro.

—Los hombres tienen necesidades biológicas que una sola mujer no puede satisfacer —explicó ella con una paciencia fingida—. Por lo tanto, los matrimonios podrían estar compuestos por un hombre y, tal vez, dos o tres mujeres, pero eso tampoco saciaría el deseo del hombre, ya que esas mujeres ya le pertenecerían y le quitarían el misterio al asunto. Así que se me ocurrió que el hombre podría satisfacer sus deseos con mujeres que no le pertenecieran.

Vicenzo escuchaba maravillado la propuesta de su esposa.

—Pero lo que propones es ilegal, Sara.

—Lo ilegal no se nota si lo escondemos bajo tierra —lo incitó ella con una sonrisa pícara.

—¿Y de dónde sacaremos a las mujeres para el cabaret? —entonces los ojos de Vicenzo se oscurecen—. No estás sugiriendo acostarte con otros hombres, ¿verdad? Vicenzo clava momentáneamente las uñas en el brazo de Sara, quien pone los ojos en blanco.

—Primero, suéltame, pedazo de idiota —Sara se libera de su agarre y finge que no está ocurriendo nada, para que los niños no sospechen—. Y segundo, no me beneficia en nada, porque aquí estamos hablando de ti y el resto de los hombres del pueblo. De las mujeres, encárgate tú o haz una reunión masculina. Y que no se enteren sus esposas, porque les van a colgar las bolas en los techos.


Sara, imperturbable ante la nube de humo que la envolvía, sostuvo la mirada de Vicenzo con frialdad. La atmósfera se volvió tensa, como si el humo mismo estuviera tejiendo un velo entre sus desconfiadas miradas.

—Entiendo tus dudas, Vicenzo —respondió Sara con calma, apartándose el humo con la mano—. Pero mi única intención es aliviar la carga de los hombres del pueblo y, por supuesto, mantenerlos ocupados lejos de sus desdichadas esposas.

El gesto de Vicenzo se tornó aún más hosco, como si la simple idea de aliviar la carga lo hubiera incomodado. El humo del abanico danzaba entre ellos, creando una barrera invisible que reflejaba la creciente desconfianza.

—No sé si estoy de acuerdo con esto —murmuró Vicenzo, exhalando el humo con desdén.

Sara esbozó una sonrisa irónica.

—Por supuesto, no esperaba que aceptaras con los brazos abiertos la idea de compartir. Pero piénsalo, ¿no preferirías que los hombres encuentren satisfacción en otro lugar y dejen de atormentar a sus esposas con sus insatisfacciones?

Vicenzo frunció el ceño, evidentemente en conflicto entre sus principios conservadores y la perspectiva tentadora de un escape a sus propios deseos.

—No sé, Sara. Esto suena a un caos incontrolable.

—Bueno, mi querido Vicenzo, el caos controlado a veces es mejor que el caos desbordado —concluyó Sara, desafiante, mientras el humo del abanico se disolvía en el aire, dejando tras de sí un rastro de incertidumbre y la posibilidad de un giro inesperado en la vida de aquel peculiar pueblo.

Por supuesto, el inútil de Vicenzo Telesco puso en marcha la idea tres días después de esa charla con Sara. La noticia se esparció como pólvora por el pueblo, despertando una mezcla de asombro, escándalo y, en algunos casos, cierta emoción contenida.

Los hombres del pueblo, con la promesa de un escape temporal a sus matrimonios monótonos, se mostraron ansiosos por formar parte de este insólito cabaret ideado por la mujer de Vicenzo. Las miradas de complicidad entre ellos se volvieron frecuentes, como si estuvieran conspirando en secreto.

Vicenzo, por su parte, parecía haber encontrado una extraña determinación en la ejecución de la propuesta de Sara. A pesar de sus primeras dudas y desconfianzas, la perspectiva de una válvula de escape a sus propias frustraciones y deseos reprimidos lo había convencido.

La calma tensa del pueblo se transformó en un bullicio inusual cuando los preparativos para el cabaret comenzaron a tomar forma.

Sara, observando desde la distancia, se relamía los labios con satisfacción.

Había desencadenado un huracán de cambios en la tranquila cotidianidad del pueblo, y ahora solo quedaba esperar para ver cómo se desarrollaba esta extravagante propuesta.

Solo los hombres del pueblo estaban al tanto de esta peculiar iniciativa.

El secreto se mantenía celosamente guardado entre ellos, como si compartieran un pacto silencioso para preservar la extraña dinámica propuesta por Sara.

Las esposas, ajenas al intrigante giro de los acontecimientos, notaron un cambio en la actitud de sus maridos. Un dejo de satisfacción y un resplandor en sus ojos que no habían experimentado en mucho tiempo.

Sin embargo, el misterio detrás de esa transformación permanecía oculto para ellas.

El pueblo, por otro lado, se volcaba en conjeturas y rumores. Las mujeres intercambiaban miradas inquisitivas, tratando de descifrar la fuente de la extraña dicha que iluminaba a los hombres.

Ahora, Sara bailaba sola en su sala cada vez que los niños dormían y su esposo pasaba horas y horas en el cabaret.

Una vez que había logrado atraer a otras mujeres engañadas para prostituirlas, la oscura realidad del proyecto comenzaba a emerger.

En las sabanas de un TelescoWhere stories live. Discover now