Capítulo 11: Los ractores kistanis

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Frontera entre Aukan y Nallin.

Finales del mes diez, año 1106 d.c.

Cada minuto de descanso que tenía era infinitamente atesorado, pues eran pocos los momentos en los que la tranquilidad invadía todo su ser. El estar en constante huida acribillaba su alma y la desesperación de perder a otro más de los suyos inundaba la poca dicha que le dejaba el saberse vivo.

Abrió los ojos, regresando de un pesado sueño, ajeno, pero obligándose a alertarse y verificar que todo lo que pasaba en el lugar que les servía de refugio desde la noche de su llegada estuviera en orden.

Respiró hondo en cuanto se dio cuenta de que ya era de día, gracias al sol que atravesaba las rendijas de la pared de madera vieja. Uno de sus rayos iluminaba su pierna izquierda, herida y vendada con poca habilidad.

«Al menos ya no está tan inflamada» pensó.

Se puso de pie para probarla y al dar un par de pasos sin ayuda de su bastón improvisado frunció el ceño por el dolor. Apretó el mango de madera y maldijo.

—No te sobre esfuerces, Var — dijo una voz femenina tras él—, aún nos quedan algunos de los vegetales que Lier y yo encontramos ayer.

Se volvió con cuidado y la miró con atención, con la misma intensidad de siempre, detallando su rostro y cada una de sus facciones. Estaba pálida con las mejillas hundidas y con ojeras pronunciadas. Sin embargo, nunca dejó de verla como la mujer más hermosa que conocía. Cargaba en sus brazos al menor de ellos, que con apenas unos meses ya era un niño vivaracho, sano y fuerte. El otro niño, un poco más grande y delgado utilizaba sus piernas como almohada. Ambos estaban perdidos en el mundo de los sueños y transmitían la paz propia de los infantes.

Verla con ellos lo hacía preguntarse si alguna vez podrían tener sus propios hijos. Ser una familia tal y como lo habían sido durante el tiempo que llevaban juntos. Lejos de todos.

—Tú eres la que no debe sobre esforzarse —respondió—, casi no duermes por estar velando por todos nosotros.

Ella sonrió con ternura.

—Hace unos días —comenzó a decir—, creí que no volverías a hablarme... Así que valió la pena cada desvelo y cada cuidado.

Una profunda calidez invadió su pecho. La joven lo había cuidado durante largas horas que fueron escalando a días y semanas. Fue con su ayuda que pudo ver alivio luego de ser herido de gravedad y haber estado a punto de perder la pierna. Los enviados del rey Ikal habían sido los artífices, fue una gran fortuna que no alcanzaran a tocar una parte vital y que se detuvieran antes de cruzar el río carmesí, asustados tras escuchar el rugido de varios leones. Todavía mantenían la duda de si se trataba de un milagro o de un producto de su imaginación, pues ni ellos ni los niños vieron a ningún animal, ni sintieron miedo ante la posibilidad de topárselos.

Desde entonces encontraron una pequeña choza abandonada tras una colina, dónde decidieron establecerse en ella hasta que se recuperara.

—Déjalo sobre la paja y descansa un poco —le dijo—, los cuidaré mientras lo haces.

Extendió la mano y la posó sobre el torso femenino mientras sus ojos seguían cruzándose. Había admirado todo de ella desde que la conoció, llena de carencias, estando a las órdenes de su princesa que cruelmente la había tratado en el pasado, permaneciendo y soportando hasta ganarse el respeto de quien él consideraba como una hermana. Aun así, el estar lejos de su única familia la debilitaba por el exceso de preocupación. No importaba cuan fuerte ella fuera, se notaba en su piel y en su cuerpo cada vez más delgado.

—¿Recuerdas sus ojos? —preguntó ella de repente mientras se recostaba—, no quería separarse de su pequeño. ¿Crees que pudo presentir que jamás lo volvería a ver?

Vientos de fuego y cenizas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora