Capítulo 6: La mujer de mi vida

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Luzdan, Danae.
Jesran

El sol destellante se alzaba sobre las pocas nubes que adornaban el cielo azul. Aquellos que decían que no existía un mejor lugar que Danae para admirar el amanecer no exageraban. Era precioso, hacía que los latidos se ralentizaran y una sensación de paz se propagara por todo el cuerpo. En Aukan se hablaba de lo bendecida que era su tierra, pues poseía valles fértiles y climas adecuados para obtener cosechas abundantes, además de que visualmente era un completo deleite. También era usual que se criticara a los habitantes, ya fuese por su cultura, su apariencia o sus peculiaridades. Sin embargo, aunque los dioses que adoraban fueran distintos o llamados de otra manera, además de las tantas diferencias, en cierta medida, su sangre era admirada al punto de que eran incapaces de negar su gracia divina, razón por la que en ocasiones se referían a ellos como semidioses.

No era su primera vez en el sur, había viajado durante los Senkitas y sin duda alguna, fue su estancia favorita. Le gustaba el clima y la amabilidad de su gente. Aun cuando su princesa lo odiara y se la pasara criticando hasta la más mínima cosa, conservaba los momentos a su lado, el recuerdo de sus cuerpos entrelazados y sus rostros tan próximos que podía sentir su aliento tibio y mentolado. Era claro que esos tiempos se quedarían en el pasado, en un lugar especial y resguardado en su memoria. Sabía que ahora no habría nada qué disfrutar y una parte de sí se rompió todavía más.

«Al menos ella estará a salvó». Pensó, evocando la imagen de la mujer que le había dado la vida.

El que su madre se fuera lejos de las garras del rey hizo que la mitad de su alma descansara. Si sus plegarias eran escuchadas, llegaría con bien a su destino y allí se encontraría segura y protegida. La otra mitad angustiada y herida parecía haberse ido junto con su amada, en la que no podía parar de pensar. Su mente se trasladó a los sucesos de esa noche, en la que toda su ilusión se había desvanecido al no verla regresar. Pasaron horas, que le parecieron eternas, en las que no tuvo ni una sola señal suya. La conocía, ella no sería capaz de faltar a su palabra y por más que se negara a admitirlo, estaba seguro de que correspondía su amor con la misma intensidad. Eso fue lo que lo impulsó a buscarla, a dirigirse a las grandes puertas de la fortaleza. Unos carruajes reales repletos de cofres y flanqueados por guardias se alejaron rápidamente con la intención de abandonar la ciudad lo más pronto posible. Solo pudo contemplarlos y sintió su cuerpo enfriarse cuando el soldado encargado le confirmó quienes estaban siendo escoltadas. Maldijo por lo bajo al no haber tenido la posibilidad de hacer algo al respecto, de rogar y arrastrarse para que le permitiesen servirla y acompañarla, pero nadie le notificó y eso solo significaba una cosa.

—Algo debió de haber pasado —murmuró sintiendo que se tambaleaba—, ella me habría avisado... Me habría dicho que se iría.

La sola idea de que pudiera dejarlo sin darle explicaciones solo por mero deseo lo desestabilizó e hizo un esfuerzo por eliminarla de su mente. No podía ser así, no tenía sentido.

Regresó a su casa y con él llegó la noche también. Buscó entre sus cosas un pequeño bolso de piel, el cual estaba bien oculto y sellado. Allí tenía unas cuantas monedas de oro y algunas más de plata, mismas que había estado guardando para poder hacerse de una casa de mayor tamaño y más cómoda para su madre.

En cuanto estuvo listo se encaminó hasta donde ella intentaba prender el fuego para poder cocinar.

»—Necesito que se vaya. Ahora mismo, madre —le dijo entre jadeos—, a su tierra.

Ella frunció el ceño pero no abandonó su tarea.

»—¿Qué cosas dices? —le había respondido, meneando la cabeza como si su petición le pareciera incoherente—. Siéntate, debes tomar granos negros para soportar tu guardia — sirvió en una taza de barro el líquido oscuro y humeante con las manos temblorosas.

Vientos de fuego y cenizas Where stories live. Discover now