Megumi estaba mirando la pulsera rota.

El hilo se había rasgado, destrozado por un tirón que aquel tipo le había propinado. Los abalorios habían caído al suelo y rebotado mil veces hasta perderse por toda la calle, a la salida del instituto. Había recogido los que había podido, pero sabía que no estaban todos.

Los hizo moverse en su palma. Rosas y gastados por el tiempo. Había estado usando esa pulsera desde hacía años a modo de llavero para su mochila. Combinaba bien con los colores aburridos de su uniforme.

—Oh, ¿aún estás triste por eso? —preguntó Sukuna. No había dudado en agarrar al culpable y darle algo de lo que acordarse durante el resto de su vida.

—Siempre puedes comprar otra —señaló Yuuji —. Es sólo una pulsera.

—... era especial —suspiró, guardando los restos en su bolsillo —. Está hecha a mano. Nunca habrá otra igual.

Sukuna le propinó un golpe en la nuca a su hermano, por idiota.

—¡Auch!

Satoru se la había regalado. No había habido motivo alguno, simplemente había picado a la puerta de su habitación y se la había dado sin decir mucho. Era irreemplazable. Significaba mucho para él. Para ellos.

Siempre la había llevado consigo, de una forma u otra. Dentro de su estuche de clase, puesta en la pata de un osito de peluche, adornando un mueble. Le había parecido demasiado vieja y valiosa como para darle su uso original, así que había acabado por engancharla al asa de su mochila, junto a un pompón con forma de fresa.

—Yo podría hacerte una —propuso Sukuna, después de dejar a Yuuji en paz. No tenía idea de cómo hacer pulseras, pero eso daba igual —. Dime cuál es tu color favorito.

—Ya no importa —se encogió de hombros, apático. Guardaría los abalorios que quedaban en un joyero.

Sukuna arrugó la nariz, contagiado de su ánimo, casi irritado. Lo atrajo hacia sí y le frotó el costado para consolarle, dirigiéndole una mirada hostil a Yuuji, que alzó las manos en señal de inocencia.

El cielo señalaba las cinco de la tarde. El Sol en lo alto viraba precipitadamente a un lado, como un barco a punto de escorarse. Los tres chicos llegaron a la boca del metro y se internaron en las entrañas de Tokio.

Megumi miró la hora en su teléfono, mientras bajaban en las escaleras mecánicas. Tenía un par de mensajes de Satoru preguntando dónde estaba. Los respondió con brevedad, escuchando a los gemelos hablando detrás.

—Ya que te has saltado las clases, al menos podrías haber venido a buscarnos en algo elegante, así no tendríamos que coger el metro —se quejaba Yuuji.

—¿A buscaros? Yo no he venido a buscaros, he venido a buscar a Megumi —gruñó el otro —. Tú sólo eres un efecto colateral.

—Oh, venga, ¿en serio? Eres horrible.

Sukuna rio en voz baja, malicioso.

Se despidieron en los tornos, después de pasar por el lector sus tarjetas. Yuuji se encaminó hacia la línea que tomaba para volver a casa, desapareciendo en otras escaleras mecánicas. Megumi y Sukuna continuaron por un pasillo repleto de gente para llegar al andén de su línea.

La pantalla de la estación indicaba un retraso. Todo el mundo sabía lo que eso significaba.

Se sentaron a esperar en uno de los bancos de metal. Sukuna se recostó, separando las rodillas perezosamente, metiendo las manos en los bolsillos. Megumi se cruzó de piernas, atusándose el uniforme. Vistos así, parecían sacados de una tragicomedia.

Cold, cold, cold || TojiSatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora