Subió corriendo a casa para cambiarse de ropa y lavarse. Joder, joder, joder. Su imagen en el espejo era absolutamente patética y llorosa. Se sintió tan mal, tan mal. Estuvo a punto de romperlo y ver cómo se resquebrajaba.

No era más que un inútil fracasado vistiendo un disfraz de hombre.

Se subió al coche —un modelo de segunda mano que ni siquiera había pasado la revisión de ese mismo año— y puso en el GPS la dirección que Satoru le había pasado esa mañana. Se pasó todo el camino maldiciendo al punto de que las luces de los semáforos se nublaron con lágrimas.

Menudo adulto disfuncional de mierda. No tenía un puto yen en la cartera, ni una sola idea de qué hacer de cenar para el niño; la lavadora estaba sin poner, llena de ropa, y su cama sin hacer. No había comprobado si Megumi había hecho la suya, pero no le sorprendería que la hubiera hecho.

Al menos el mocoso era el responsable de los dos.

Llegó a casa de Satoru con las manos temblorosas y ninguna excusa. No podía decirle que había estado perdiendo tiempo y esperanza de vida en una puta casa de apuestas. Estaba destrozándose, no era idiota, lo sabía. Pero, Satoru no merecía eso, Satoru...

—¡Hola! —Satoru abrió la puerta con una preciosa sonrisa. Llevaba varios mechones de pelo atados en coletitas con finas gomas de colores.

Se quedó sin habla.

—... hola.

—¿Problemas en el trabajo? —su antiguo amigo le invitó a entrar —. Tenemos chocolate caliente para solucionar el estrés por eso.

—Sí —problemas en el trabajo, eh —. Horas extra —así fue como bautizó a su adicción. No quería que se alejara de él.

Podía solucionarlo antes de que fuera a peor, lo sabía. Lo había hecho otras veces. Había mejorado —y luego había vuelto a caer—, y había dejado de quedarse sin dinero antes de final de mes y de tener que vender sus cosas y las del niño para poder sobrevivir.

—Con razón pareces tan cansado —comentó Satoru —. Mira, estábamos jugando.

Diría que el salón estaba hecho un desastre, pero no era exactamente así. Había mantas colgando desde el respaldo del sofá, formando una graciosa cueva. Toji alzó una ceja, viendo a Megumi salir de ahí dentro con una taza de chocolate caliente entre las manos que dejó sobre la mesa.

El niño acudió a su lado, feliz. Su cabello estaba atado como el de Satoru, con gomas de colores.

—Papá, ¿te puedo hacer esto? —el niño se señaló la cabeza.

Piérdete, mierda, fue su primera reacción. No quería hablar con él, mirarle a esos enormes ojos azules, malditos, ni escuchar su voz infantil resonando con risas estúpidas por toda la casa.

Se pasó una mano por la cara, apartando esos pensamientos. No podía decirle eso.

—Cariño, tu padre está un poco cansado y necesita relajarse un rato —Satoru dio un suave apretón al hombro del niño —. ¿Por qué no pones la televisión y ves los dibujos?

Megumi asintió. Fue a sentarse en el sofá, encendiendo la televisión y buscando el canal para niños.

Ahí estaba su salvador, su chico de oro. Satoru siempre entendía a la perfección lo que le ocurría. Eran tan bonito y empático que lograba que se diera asco al mirarse y compararse, descubrir que no eran nada iguales. Al mismo tiempo, eso los hacía especiales, seguro que se complementaban de la mejor forma, dándose lo que al otro le faltaba.

Siguió a Satoru a la cocina.

—Gracias —suspiró, dejándose caer en una de las sillas.

—No es nada —Satoru sonrió, sacando una taza. Vertió chocolate caliente en ella, asegurándose de que la temperatura fuera buena —. Necesitas un descanso. Ha sido mucho por hoy, ¿verdad?

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now