Guardó las cosas y preparó lo que llevaría a la mañana siguiente a la escuela. Dejó su bandolera colgada en el perchero de la entrada de casa y regresó al despacho.

En vez de apagar la luz e ir a dormir, se quedó mirando su ordenador. Quitó la música. De un modo u otro, el cursor se deslizó hacia la aplicación de la galería, donde había unas quinientas fotografías guardadas.

Algunas lo mostraban a él de pequeño, siempre solo o con sus padres. Luego, en los primeros años del instituto junto a Shoko y Suguru, sus antiguos amigos. Después, ellos dos eran sustituidos por ese chico de su pasado. El mismo que ocupaba la mayor parte de fotos.

Pelo negro azabache, ojos verdes salvajes y sonrisa socarrona. Una cicatriz partía sus labios, dándole un atractivo especial. Toji se apegaba a su costado, mientras se sacaban un selfie en la cama, o le mordía la mejilla, o le rodeaba los hombros con el brazo, o le estampaba un beso en la sien.

Tan cariñoso, cálido y preocupado.

Toji Zen'in conformaba trescientas de las fotografías. Y, después de él, apenas había nada.

Sólo la graduación, la universidad y la amarga adultez. Satoru salía solo, sin nadie que lo acompañara. Apenas sonreía, parecía que alguien le había obligado a tomarlas.

Apretó los labios, con un sabor amargo pegado al paladar. Con los años, había aprendido que en su vida entrarían y saldrían muchas personas, que eso era parte de crecer, pero, ¿cómo podía haber sucedido aquello? ¿Cómo podía haber perdido a alguien a quien había nombrado como el amor de su vida?

Ni siquiera recordaba su voz. La madrugada en que se dio cuenta de que ya no eran el uno del otro, de que ya había olvidado cómo sonaba diciéndole te quiero, había conciliado el sueño llorando.

Toji no había sido como los demás. Había sido todo lo que había necesitado, un apoyo, un amigo, un primer amor. Su pérdida le había destrozado, había dejado un vacío con el que nunca se imaginó que tendría que aprender a vivir.

Aunque, siendo sincero, Satoru también había extrañado a Shoko y Suguru. Después de que Toji hubiera sido mandado a un centro para delincuentes juveniles, se había percatado de lo mucho que se había distanciado de todo su alrededor.

Se había quedado solo en el patio, solo en casa y solo en clase. Y a Satoru solía aterrarle tanto la soledad. Ya no.

—No, no le tengo miedo a la soledad. No me asusta —respondería, si alguien le preguntara.

Lo cierto era que pensaba que no le tenía miedo porque no tenía otra opción para elegir.

Cerró la galería de fotos. No quería tener una recaída esa noche. Estaba intentando vivir feliz, ¿no? ¿Por qué la había abierto?

Ah, por Megumi. Ese pobre niño. Le daba tanta lástima. Le recordaba un poco a Toji, sobre todo la forma en que insultaba sin filtro y esa mirada.

Le preocupaba el padre del chiquillo. Todo lo que el niño había mencionado sonaba como si su progenitor lo tuviera abandonado como un perro, y eso era horrible. No entendía qué clase de persona podía traer un niño al mundo para no cuidar de él.

Satoru adoraba a los niños. A veces sentía un fuerte instinto paternal de sobreprotección hacia ellos. Con Megumi no era diferente. Tenía ganas de agarrarlo y abrazarlo, y decirle que no era su culpa, y luego cubrirlo con su chaqueta y resguardarlo de la lluvia.

Quería invitarlo a merendar más veces y hacerle sentir que era merecedor de todo el amor que nadie le estaba dando.

—No me mires así, puedo ir solo a casa —había dicho el niño, mirándole con desdén cuando le había ofrecido acompañarle —. No soy tan viejo como tú, así que recuerdo bien el camino, ¿sabes?

Cold, cold, cold || TojiSatoWhere stories live. Discover now