Primer capítulo: El gato de crochet en la habitación

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    Michael estaba más que acostumbrado a los sermones de su padre a estas alturas de su vida. De hecho, las únicas dos facetas que recordaba del viejo Matthew Dickinson eran su semblante distante y su ceño fruncido, su boca bien abierta y un millón de reprimendas escupidas en su acento de Seattle. Michael estaba tan acostumbrado a todo aquello, de verdad que sí. Sin embargo, eso no impediría que deseara que su padre no fuera un imbécil tan grande cada que se enfrentaba a su mal genio. Claro que sólo podía anhelar. Su padre era un hombre serio de cuarenta y cinco años. Director de la Academia Internacional de América (America’s International Academy, la AIA) y descendiente del fundador de la misma. Michael estaba seguro de que Harry Dickinson fue el mismo grano en el culo en 1898 para sus hijos que su padre fue para él toda su vida. Tal vez esa era la maldición de los hombres de la familia Dickinson; la falta de comunicación y la irresponsabilidad afectiva para sus herederos. Tal vez, algún día, cuando Michael tenga un hijo, le tocará seguir con esa desagradable tradición, incluso de manera inconsciente. No podría ser posible porque Michael no pensaba tener hijos. No es como si quisiera formar un vínculo romántico con una muchacha de todas formas. Estaba demasiado ocupado en los temas de la academia como para distraerse con todo ese asunto sentimental.

    —Por cada día, cada año que pasa pareces olvidar cada vez más tu nombre y la historia que éste sostiene. —Vociferó su padre expresando su enojó a través de manierismos muy bruscos y exagerados— ¿No te das cuenta del impacto que tiene tu imprudencia en nuestra familia? ¿En nuestro legado? ¿O es que acaso no te importa, Michael? ¿Así de egoísta eres?

    Michael, claro, porque él le llamaba Michael. Su nombre completo, por supuesto. Hubo un tiempo en el que aportaba con orgullo todo tipo de apodos, todos asignados por su padre. Pero había pasado poco más de una década desde entonces. En la escuela su nombre era Mike, Mikey, Mickey, Miguelito, y muchos más etcéteras. En su casa, en las cuatro paredes gélidas y deprimentes del salón comedor, se llamaba Michael Harry Dickinson, heredero del legado que había dejado Harry Dickinson. Era como si su padre desperdiciara todas sus fuerzas en mantener la distancia entre él y su hijo como fuese posible.

    Su codo se había mantenido, el viaje entero, desde el aeropuerto hasta la casa, apoyado en el reposabrazos de la puerta, con sus dedos posados en la frente, restregó su mano por sus ojos; removiendo, en el proceso, sus gafas de sol. Y miró a las afueras del auto, se estaban acercando a un barrio pobre en el lado más antiguo de la ciudad de Manhattan, cerca de Harlem y sus edificios de arquitectura neoclásica. Su padre le había dicho que se quedarían en una casa que lleva cincuenta y cinco años abandonada, sin internet ni teléfonos celulares por seis días enteros. Él y otros representantes de asociaciones de lenguas europeas.

    ¿Qué había sucedido, pues, que los había llevado a ese punto? En una reunión de representantes dos de los representantes hispanos estaban discutiendo por quién-sabe-qué-cosa y, en medio del conflicto, el restante le gritó desde el otro lado del salón:

    «¿Estás prestando atención, gringuito? ¿O es que nuestros problemas del tercer mundo no te importan en lo más mínimo? Te recuerdo que eres el presidente del grupo de representantes, así que deberías escuchar las quejas que tenemos para reportarlo al director.» Su acento era fuerte pero era bastante claro en lo que le quería decir. Su ceño fruncido. Su voz era estridente e imponente, dispuesto a hacerse escuchar. «Ah claro, como el niño de papi va a ser director algún día, pues lo que los problemas de los demás le resbalan. Qué pedazo de director más inútil si no es capaz de escuchar las quejas de los estudiantes. Tiene mucho sentido que su padre esté tan decepcionado de él ¡Bueno para nada!»

    Michael podría ser muchas cosas. Recibió cada tipo de insultos a lo largo de su vida de parte de múltiples personas, más ninguno le dolía tan fuerte como ser llamado una decepción, un inútil. Nada hacía su sangre hervir más que eso. Por lo que respondió de inmediato. Una cosa llevó a la otra, y lo siguiente que sabía es que la discusión ganó fuerza y llegó la violencia física. Por lo que tuvo que llegar la co-directora Carolina Davies, quien fue la que propuso lo de la casa.

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