CUANDO LA HISTORIA SE ENTRELAZA Capítulo segundo

29 4 2
                                    

Año de Dios 2007

Todavía no había salido bien el sol cuando Jacinta, la cocinera, ya tenía el café listo y el desayuno casi terminado. Era la misma rutina diaria. A las cuatro de la madrugada sonaba el reloj despertador; a esa hora comenzaban las labores. Roberto, el esposo de Jacinta, era el primero en llegar a la cocina. Luego de desayunar y hacer el chiste de la mañana a Carmen, «la Generala», como él le llamaba, salía directo al campo a organizarlo todo para que los trabajadores iniciaran sus faenas. En la inmensa cocina quedaban las dos mujeres que tenían la obligación de complacer los gustos de una familia que hacía unos meses no era la misma. Siempre era más o menos igual: luego que Roberto salía, llegaba Marcelito con el pan y la orden de los víveres. Era un jovencito muy simpático. Jacinta lo quería como a un hijo ya que la vida le había negado esa dicha; y Marcelito conocía el amor de madre, gracias a ella, porque era huérfano. Carmen trababa al niño con mucha indiferencia, como toda mujer que rechaza el amor por dedicar la vida entera a criar hijos ajenos. Pero muy en el fondo, lo adoraba. Marcelito no salía de la hacienda sin ver a Dominica; la mujer más chistosa, parlanchina y amiga del hablar de más que existía en el pueblo. Entre ellos había una complicidad que pasaba los límites físicos. Era una especie de conexión espiritual. Ella lo miraba y trataba con sutileza y firmeza. El por su lado, nunca haría nada que a ella la molestase. Le tenía muy buena ley y respeto. Varias veces lo había salvado de los castigos sin sentido de Carmen; para luego ella, en lo más oculto de la cocina, darle sus buenas nalgadas. Luego que Marcelito se marchaba, comenzaba el drama; a solas lloraba sus más amargas lágrimas por tener que castigar a su muchachito. Marcelito, por su parte, y ante esas escenitas, lo único que hacía era fruncir la cara. — Nunca me verás llorar, no ves que ya soy un hombre. —Pero eso nunca intimidó a Dominica. — Hombre ni hombre... ¡eres una pila de mierda de trece años! Y mientras vengas a esta casa y hagas cosas malas, te voy a seguir sonando el fondillo.Marcelito siempre respondía igual ante esa premisa. ¡Pues entonces no vuelvo más a la casa grande! —Y allí regresaba, como todas las mañanas del mundo; con el pan y los víveres que Carmen le encargaba y que don Pedro; el dueño de la tienda, merendero, cafetería, bar y centro de reuniones Los Muchachos, despachaba.

El orden de los comensales para llegar al comedor era siempre el mismo. Doña Gertrudis De Valencia Santana, la señora de la casa siempre llegaba de primero. Se sentaba en la misma silla: en la cabeza de la mesa. Ese fue el lugar que siempre ocupó, inclusive hasta después de casarse con el marido escogido para ella: Casimiro Santana. Pero por azares del destino y para la desgracia pública de él, siempre vivió a la sombra de ella. Era un hombre déspota, acostumbrado a hacer su voluntad, pero a la misma vez débil de carácter. Probó la inocencia de muchas jovencitas del pueblo y callaba con dinero a quien se le enfrentara. Pero nunca logró doblegar a Gertrudis. En la hacienda siempre se cumplía la voluntad de la señora, como todo ser viviente en el pueblo estaba obligado a llamarla. Y Casimiro estaba incluido en ese grupo de personas que tenía que cumplir sus órdenes. Nunca logró sentarse a la cabeza de la mesa como tampoco el que Gertrudis fuera indiferente a sus deslices. Era una especie de ritual. Casimiro hacia destrozos con la honra de ella y Gertrudis arreglaba con dinero lo que podía y con un exilio del pueblo lo demás. Porque, ante todo, había que guardar la apariencia de un matrimonio bien habido y feliz. Eso sí, siempre le reclamaba como mejor sabía: de frente y en la soledad de su dormitorio. Nunca pudo volver a compartir la misma cama de ella desde que Gertrudis se enteró que la amante oficial de Casimiro era Irene, la dueña del Palacio Azul, el burdel del pueblo.

— ¿Desde cuándo te revuelcas con esa puta?

— ¡Escuchen a la señora! ¡Qué lindo se expresa de un semejante!

— ¡Jamás vuelvas a compararme con esa arrastrada! Recuerda que de los que estamos en este cuarto, la señora soy yo, la del dinero soy yo, la dueña de todo soy yo...nunca olvides la inmundicia de tus desgracias.

La Maldición de Los Santanaحيث تعيش القصص. اكتشف الآن