21: Había llegado a mi vida para iluminarla. Parte 1

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Abrí los ojos lentamente.

Lo primero que recuerdo ver es el reloj colgado frente a los pies de la cama. Eran las cuatro y veintiséis y el sol entraba a raudales por la ventana de mi izquierda. Notaba la boca pastosa y un amargo sabor en la garganta, pero nada de eso importaba. Estaba vivo. Había sobrevivido.

Mis manos y brazos estaban repletos de cables y un molesto tubo, que estaba hundido en el interior de mi nariz, me presionaba la mejilla. Traté de mover la mano para acomodarlo, pero todo mi cuerpo parecía pesar toneladas. A duras penas fui capaz de mover un par de dedos, pero al hacerlo desperté a mi madre. Estaba sentada en una silla a mi derecha, inclinada sobre el borde de la cama, con la cabeza apoyada en el brazo y este estirado para aferrar mi mano.

—¿Cielo?

Sonreí al verla batir sus pestañas como si fueran las alas de un colibrí.

—No, soy el viejo de quinto —bromeé.

Todas las lágrimas que no había derramado antes y que conociéndola había estado reteniendo, brotaron de sus ojos con la fuerza de una cascada.

—Te-tengo que a-avisar a tu padre —empezó a farfullar mientras besaba mi mano y se palpaba el pantalón en busca del móvil —. No sé donde...

—Tranquilízate, mamá.

Fue inutil, así que la dejé estar y simplemente disfruté de sus muestras de cariño. Mi padre no tardó ni tres minutos en entrar como si fuera un caballo desbocado y así, sin comerlo ni beberlo, tenía a mis dos padres llenándome la cara y cualquier parte del cuerpo que encontrasen de babas.

Tras las cabezas de mis progenitores pude ver la puerta abrirse y, segundos después, la cabeza de al menos dos personas. A uno de ellos lo reconocí de inmediato, pues era el neurocirujano que me había operado. El otro debía ser un enfermero, pues fue directo a comprobar las máquinas a las que estaba enchufado.

—¿Cómo te encuentras, Lucas? —preguntó el neurocirujano.

—Pues ahora mismo agradecería una ducha, no te voy a mentir —solté.

La reacción a mi tonta broma fue muy distinta en los tres adultos. Mi madre se puso a llorar más —quería suponer que era de felicidad porque si esperaba que su hijo de pronto fuera un erudito iba apañada—, mi padre soltó tan tremenda carcajada que me encogí sobre mi mismo del fuerte pinchazo en las sienes que me provocó. El médico no rió mi gracia, pero se apresuró a acercarse a mí y apuntar mis ojos con una molesta linterna.

—¿Jaqueca? —preguntó.

—No sé qué es eso —mascullé con los dientes apretados—, pero duele mucho.

Por el rabillo del ojo vi a mis padres mirar al doctor con preocupación, pero la presión en mi frente era demasiado intensa como para poder preocuparme por ellos o lo que podría implicar ese dolor.

Hasta que ya no estéWhere stories live. Discover now