Capítulo 3. Una víctima muy cercana

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El inspector Ramírez accedió a la calle cortada, con el corazón bombeando con tanta fuerza que la sangre al circular provocaba un estruendo ensordecedor en sus oídos. La policía científica se hallaba fuera de la zona acordonada; si en algún momento se habían quitado las escandalosas mascarillas con filtros capaces de convertir el olor del Infierno en el más puro aire de montaña, ahora las vestían de nuevo. A algunos se les notaba a la legua la precipitación con la que se las habían colocado por la incomodidad con la que trataban de reajustar las correas sin mucho éxito.

A unos pasos tras la cinta policial, en el suelo, un bulto que a los cansados ojos del inspector y desde aquella distancia, apenas mantenía forma humana, hizo que respirar se convirtiese en una tarea harto complicada.

—Fernández —masculló a duras penas. El hombre que se había convertido en eso que estaba en el suelo era su mano derecha. Su relación con él era más la de un padre con su hijo que la de un superior con su subordinado. Ese hombre lo habría seguido a las mismísimas puertas del Infierno si él se lo hubiese pedido. De hecho, si tuviera que contar con los dedos las veces que el agente Fernández se había puesto de su parte aunque lo que estuviese haciendo rozara peligrosamente la ilegalidad, necesitaría los de las dos manos y le habrían tenido que prestar unos cuantos más.

—¿QUÉ DEMONIOS HA PASADO? —gritó. Tres de los agentes parapetados tras las máscaras se miraron entre sí, titubeantes, sin saber qué contestar. El restante dio un paso hacia él, y se atrevió a hablar.

—Se encontraba junto a mí. Estaba paseando arriba y abajo mientras hablamos del partido del Málaga de este fin de semana y de repente se quedó callado. Yo estaba recogiendo muestras del suelo, así que me giré a mirarlo, extrañado, y él estaba... estaba...

—¿Cómo? ¿Cómo estaba? —preguntó el inspector jefe reprimiendo las ganas de sacudir al hombre para que acabara la frase de una puñetera vez.

Raro. Estaba raro, no sé cómo definirlo. Se quedó un rato mirando al infinito, con los ojos abiertos y sin pestañear. Era como si su cuerpo siguiera allí, pero él se hubiera ido.

El hombre se quedó pensando unos instantes, buscando una manera de mejorar lo que acababa de describir, pero no se le ocurrió ninguna. Sentía erizado el vello de las brazos y la espalda. Abrió la boca para añadir algo más, pero el inspector no le dio ocasión.

—¿Llevaban las mascarillas puestas? —preguntó.

—¿Perdón? —soltó el hombre, pero fue un acto reflejo. Lo había oído perfectamente y el inspector lo sabía, así que no se molestó en repetir la pregunta—. No... No, hace ya días que descartamos la presencia de algún agente extraño que se propagase por aire, pero...

¿Y entonces qué demonios hacen con esas absurdas máscaras puestas, escondiéndose al otro lado de la cinta, mientras Fernández puede estar muriéndose a unos pasos de distancia de ustedes?

La pregunta retumbó en su cabeza, pero él no le permitió salir al exterior. Sabía que seguían el protocolo. Y el protocolo era la Santa Biblia de la policía. En lugar de ello levantó la cinta y corrió hacia su subordinado.

—¡Señor! ¡No creo que eso sea seguro! ¡La ambulancia ya está de camino!

Como para ratificar sus palabras, un sonido de sirenas se oyó en la lejanía.

—No hay nada en el aire —susurró, sabiendo que no lo podría oír—. Si lo hubiera, tú estarías en el suelo, haciéndole compañía.

Al llegar junto a Fernández, se arrodilló y le sujeto la cabeza. El corazón casi se le para al pensar, en un primer vistazo, que no estaba respirando. Cuando detectó el pulso, leve pero constante, dejó escapar un suspiro de alivio que enseguida se tornó en desesperanza. Fernández estaba en coma, como el resto de personas de la tarde del domingo.

La luz se encendió en las farolas como hacía cada día a esa misma hora, dibujando en el suelo una extraña sombra como resultado de la combinación de los cuerpos del inspector y del agente. El resplandor inesperado hizo que el inspector jefe levantará la vista y que sus ojos se cruzarán con la extraña valla que protegía las pistas de deportes del instituto Emilio Prados.

A la vista de cualquier otra persona, las vallas, más allá de tener un diseño horrible, no presentaban nada que se saliera de lo común.

A los ojos del inspector, brillaban en rojo.

Y sólo él sabía lo que eso significaba.

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NOTA DEL AUTOR:

¡Eh, gracias por seguir por aquí!
Si has leído "El juego del Diablo" recordarás al agente Fernández, siempre defendiendo al inspector contra viento y marea.

Si no lo has leído, ya estás tardando en buscarlo en Amazon y llevártelo en ebook por sólo 2,99 😉☺️

Además de una historia con giros sorprendentes, conocerás más acerca de ese extraño resplandor rojo que ha visto el inspector en la valla.

Si prefieres no hacerlo, ten paciencia. En los siguientes capítulos la madeja se irá desenredando poco a poco...

Te recuerdo que estoy por aquí, y que me encantará conocer tu opinión y, por supuesto, responder a tus preguntas. A las que pueda. Otras, tendrán que esperar 😉

Detective Bogart. El caso de las personas desconectadasWhere stories live. Discover now