Capítulo 1. Detective Bogart

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Me encantaría decir que mi nombre es Dick Tracy. O Marlowe, o por qué no, Mike Hammer. Nombres que quizás no sean conocidos para todo el mundo, pero que hacen que la imaginación se pierda por callejones oscuros cuyas alcantarillas despiden ingentes cantidades de un humo blanco y espeso, paisajes sórdidos que ocultan secretos turbios, terribles asesinatos por descubrir, culpables a los que desenmascarar.

Pero la realidad es que me llamo Carlos Javier Ramírez, vivo en Málaga, y aunque sé de un par de sitios en la capital en los que te puedes meter en problemas, no son nada comparable al viejo Chicago, o a los barrios más peligrosos de New York. 
Aquí, el único humo que verás salir de los callejones es el de los niñatos fumándose un porro a escondidas o el que sale de los cuerpos de los pobres malagueños que se derriten con el calor del terral.
Aún así, soy detective. Y me especializo en desentrañar casos especialmente complicados. Casos que algunos no dudarían en tachar de sobrenaturales.

—¿Otra vez hablando solo, Cejotas?

El guantazo que le propinó en el cogote el chaval que acababa de sentarse justo detrás de él casi hizo que rodara por la grada de cemento del Parque del Oeste hasta estrellarse contra el suelo varios escalones más abajo. Aunque tenían prácticamente la misma edad, uno casi duplicaba la masa corporal del otro.

—Es CJ, capullo —protestó mientras se acariciaba el cuello tratando de mitigar el escozor—. CJ, Carlos Javier... ¿lo pillas? —preguntó haciendo con la otra mano el gesto característico de dibujar una C con el pulgar y el índice a la vez que la balanceaba a lado y lado con un giro de muñeca.

Mimimimimi —canturreó el recién llegado con la clara intención de tocarle las narices—. ¿Qué haces? —preguntó sin mucho interés al tiempo que le arrebataba el móvil de las manos de un tirón, con una velocidad que para nada casaba con su corpulencia.

—¡Eh! ¿Qué haces? ¡Devuélvemelo!

Los intentos de recuperar el aparato por parte de CJ fueron, como era de esperar, totalmente infructuosos. Al lado del gigantón era como una mosca tratando de hacerle sombra a un dinosaurio.

—A veeeer... ¿Qué tenemos por aquí...? —canturreó mientras miraba la pantalla. La noticia de las personas que habían entrado en coma sin motivo aparente seguía siendo portada en la web del Diario Sur a pesar de haber pasado ya varios días. De hecho, la calle aún estaba cortada y la policía científica seguía enredada en sus tejemanejes, incomprensibles para la gente de a pie, por muchas temporadas completas de CSI que se hubiesen metido entre pecho y espalda. Buena parte del Parque del Oeste era también inaccesible, a pesar de que hacía tiempo que se había descartado la presencia de algo extraño en el aire como gas o restos de un posible veneno.

—¡Bryan, devuélvemelo! ¡En serio, no tiene ninguna gracia!

Si la intención de CJ al llamar al gigantón por su nombre de pila era dar más fuerza a su orden, no surtió el menor efecto.

—Creo que eres la única persona que conozco que lee en el periódico otras páginas más allá de las deportivas... —le respondió con tono burlesco—. ¿Qué, vas a descubrir tú solito el enigma de lo  que pasó el otro...? —se detuvo en seco, al deslizar el dedo y descubrir las otras aplicaciones que estaban abiertas además del navegador—. No me jodas... no estabas hablando solo... ¿Te estabas grabando?

Bryan se acercó el altavoz al oído y escuchó las notas de voz partiéndose de risa.

—¡He dicho que ya está bien! —gritó CJ, a medias avergonzado, a medias furioso. Su intento de recuperar el móvil fue esta vez repelido con un empujón que hizo que acabara dando con sus huesos contra el suelo. Bryan, lejos de preocuparse, siguió trasteando hasta dar con el logo que CJ estaba diseñando para poner en su futura tarjeta de presentación.

—¡Esto es para mear y no echar gota! —soltó a voz en grito sin parar de reír—. ¡Detective Bogart! —dijo algo más, pero fue incomprensible entre carcajadas.

Desde el suelo, CJ decidió dejar de luchar. Bryan había olido la sangre, y ya no había nada que pudiera hacer. Era mejor dejar que se aburriera —cosa que, gracias a su escaso IQ ocurriría más pronto que tarde— que seguir pataleando y echarle más carnaza.

—Vale tío, vale. Lo que tú quieras —farfulló CJ mientras se incorporaba. Luego, se centró en quitarse los restos de polvo pegado al tejido mientras el otro terminaba de mofarse de él.

—¡Eh, crack! ¿Qué te cuentas?

La voz, que venía de varios metros a la espalda de CJ, pertenecía a uno de los gorilas con los que Bryan se movía en manada. Si había suerte, esa podía ser la oportunidad de que lo dejara en paz de una vez.

—Aquí estamos —le respondió alzando la voz para que el otro lo oyera desde la distancia—. ¿Dónde vas?

—A dar unas patadas —dijo, levantando el balón de fútbol que sujetaba con una sola mano del tamaño de un pulpo gigante—. ¿Te apuntas?

—¡Venga! —respondió e hizo la intención de caminar hacia él. CJ vio el cielo abierto, y extendió la mano para que le devolviera el teléfono. Bryan se quedó unos instantes pensativo, lo que para él era todo un  logro—. ¡Espera, dame un segundo!

Con la agilidad de un jugador de fútbol americano, esquivó a CJ y estirándose todo lo largo que era —y eso era más que mucho—, colocó el móvil en la parte superior de una pérgola por la que ascendían tímidamente unas exuberantes plantas trepadoras de reciente plantación, muy lejos del alcance del chico.

—¡Venga ya, tío! —protestó—. ¿En serio?

Bryan no contestó. Simplemente se limitó a mirarlo sin pestañear conforme se iba alejando con una sonrisa estúpida dibujada en la cara. Al llegar junto a su amigo, le dio un par de golpes en el hombro y se alejaron hacia las pistas entre risotadas.

—No me lo puedo creer —se lamentó. Bryan había colocado el aparato de manera que era totalmente imposible recuperarlo, a menos que hubiera sido treinta centímetros más alto o lo bastante atlético como para recolgarse de un salto de la pérgola y mantenerse con una mano mientras lo alcanzaba con la otra. Ni una ni otra opción eran viables en absoluto. Estaba dándole vueltas al asunto cuando el móvil empezó a sonar.

—No me jodas, tío —masculló entre dientes. Lo más probable es que se tratase de una llamada de spam, pero a CJ le ponía de los nervios no poder comprobarlo. Se giró a lado y lado mirando hacia el suelo, y su campo de visión se cruzó con un palo que podría servir para su objetivo. Lo sujetó en alto y, poco a poco, fue desplazando el móvil con cuidado con la intención de hacerlo caer y pillarlo al vuelo.

La primera parte del plan salió perfecta, porque al tercer o cuarto intento el teléfono cayó a plomo hacia el suelo. 

La segunda fue todo lo contrario, porque se le resbaló entre los dedos con tan mala fortuna que terminó dando con la pantalla contra el suelo con un crujido que no presagiaba nada bueno.

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NOTA DEL AUTOR:

Bueno, ya empezamos a colocar las piezas en el tablero de juego. Si en el prólogo poníamos en funcionamiento lo que va a ser el enigma central de la novela, esas "desconexiones" ocurridas en una misma calle, entre personas de distintas edades y de grupos que, en principio, parecen no tener relación entre ellos, en este primer capítulo se presentan dos de los pesos pesados: el protagonista, CJ, y esa mole de músculos impresentable llamada Bryan.

Estoy ya trabajando en el siguiente capítulo. Si os apetece preguntarme algo, si queréis comentar cualquier cosa, tenéis las puertas abiertas.

Un millón de gracias por leerme.



Detective Bogart. El caso de las personas desconectadasWhere stories live. Discover now