Ꮺ ָ࣪ capítulo O3 𓂃

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Entré en el vestíbulo sin esperar al chico

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Entré en el vestíbulo sin esperar al chico. Sus pasos no me siguieron, pero lo harían.

Todos caían en la línea, eventualmente.

Niños predecibles, poco inspirados y con derechos. Siempre eran difíciles el primer día, se peleaban con sus nuevos límites, estaban resentidos por dejar a sus amigos y sus mansiones. Y yo tenía el imposible trabajo de moldearlos en algo mejor. Los estratos superiores de la sociedad vivían en un mundo de superficies espejadas y relaciones poco sinceras en el que el valor de una persona se correlacionaba con lo que podía tomar, controlar y mantener sobre los demás.

Hacer que los niños ricos y mimados sean más inteligentes y fuertes no era lo mejor para la sociedad en su conjunto. Volverlos hombres y, en casos como este, regresarlos al camino que la Biblia estipulaba, eran puras falacias. Lo que estos estudiantes necesitaban eran lecciones de bondad de un modelo positivo.

Pero yo no era ese tipo.

Así que me quedé con lo que se me daba bien. La disciplina.

A mitad del pasillo, lo sentí salir del aula detrás de mí.

–¿Dónde está mi madre? – Intentó sonar seguro, pero su voz se tambaleó en los bordes, confesando su angustia.

¿Quién iba a pensar que el mimado príncipe Na tenía la capacidad de preocuparse por algo que no fuera él mismo? Su reacción ante el murciélago fue una presentación desarmante de su carácter. Pero lo anuló con sus réplicas sarcásticas y sus intentos pasivo-agresivos de menospreciarme.

Ningún estudiante había sido tan audaz.

Mientras se quedaba atrás, esperando mi respuesta, su animosidad coagulaba en el aire. Una mirada por encima de mi hombro lo confirmó. Un infierno consumía sus enormes y expresivos ojos, sus labios se curvaban hacia atrás, mostrando afilados dientes de gatito. El cabello rubio pálido se ubicaba enredado terminando en su nuca, y sus pequeñas manos se cerraban en puños blancos a los lados.

Su mirada furiosa no bajó, nunca se debilitó, completamente concentrado en la fuente de su indignación. Él me desprecia. Lo cual también era atípico.

Todos mis alumnos sentían alguna forma de inquietud en mi presencia. Pero ninguno me odiaba. Todo lo contrario. Con demasiada frecuencia, me encontraba reprendiendo el coqueteo no deseado de los pecadores o, peor aún, el enamoramiento. Sospechaba que eso no sería un problema con Na Jaemin, sin importar sus tendencias de homosexualidad, pero a pesar de todo eso, era igual que cualquier otro niño alimentado con un fondo fiduciario, un chófer personal, un armario lleno de zapatos de diseño y carga emocional.

Debería decirle la verdad sobre su madre, que la mujer pretendía irse sin despedirse. Pero las palabras no llegaron. En su lugar, me detuve en mi aula y señalé el interior.

–Ella está esperando.

Esperando, porque le había dado esa orden cuando salí a buscar a su hijo. Necesitaba dejar algo muy claro a ambos antes de que se separaran.

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