El poder del infierno (#3)

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—¿Valieron la pena? Me refiero a todos los sacrificios que habéis hecho.

—Por supuesto, cariño. Mira todos los niños y jóvenes que hay en el pueblo. Es nuestro futuro en donde tenemos muchos talentos que nos puede beneficiar a todos. Tu hermano, tú; en el futuro Cristi.

—Gracias, Juana.

—Nada que agradecer, cariño. Tendrías que haber visto a Alfredo en aquellos días. Era un hermoso y fuerte guerrero. Y ahora... Bueno, es un buen marido y herrero.

Las risas llenaron el ambiente gracias al comentario de Juana aliviando el clima enrarecido. Era la segunda vez que podía reír ese día, tras varios días llenos de tensión. Por un momento, se sintió culpable al recordar el ataque a madre. Necesitaban resolver ese tema para que la tranquilidad retornara a casa. Extrañaba a Leon, el bufón de la casa y quién también estaba bastante serio por todos los problemas que podía tener un joven como él —además de las circunstancias actuales. Estaba aún enfadado por no haber podido ir al frente. "Igualmente no habría combatido. Álvaro volvió sin apenas desenvainar la espada", recordó. Al final, padre había tenido razón: había sido una perdida estúpida de tiempo.

Parecía increíble imaginar que se hubiera olvidado de la razón por la que estaban allí: Cristina. A punto de cumplir catorce años, era prácticamente una mujer. Había tenido su primer flujo unos cuantos días atrás y su cuerpo estaba tomando formas adultas. No era tan débil, pero tampoco era tan fuerte como Miriam. Por eso, en aquellos momentos de dudas y miedos, lo mejor era filtrarlo todo para que Cristi pudiera entender la gravedad de la situación sin asustarla.

Cuando hubo terminado con su parte, Cristi se acercó a su hermana y a Juana. Se sentó en la ribera y se echó hacia atrás, tal y como estaban sus compañeras de lavado.

—¿Terminaste ya? —preguntó Miriam, un poco más liberada de las frustraciones—. Espero que estén brillantes; si no, mañana volverás a venir. Pero esta vez, sola.

—Yo, al contrario que tú, cuando hago algo, lo hago bien —replicó con malicia la enana.

—¡Habrase visto la manera de hablar de estas mujeres! —exclamó Juana—. Así nunca encontraréis ningún pretendiente.

—Juana, no quiero saber nada de los hombres y mucho menos con los de este pueblo. Son todos unos borrachos estúpidos. Gracias a Dios, yo no estoy atada a matrimonios concertados —argumentó Miriam—. Y con la edad que cuenta la pequeña Cristi...

—¡Yo no me voy a casar! —exclamó la pequeña Cristina—. ¡No quiero! Me quedaré soltera.

—Eso dices ahora. Verás cómo en un par de años piensas distinto —replicó Juana.

—Lo dudo mucho. Cuando la enana toma una decisión, la lleva a cabo —aseveró Miriam.

—Desde luego que sois las mujeres más complicadas que jamás he visto. Compadezco a vuestra madre.

El comentario provocó las risas de las jovencitas a las que se unió Juana. La corriente fresca del río las relajaba. Las ayudaba a pensar en los venideros días de verano. En los sueños jamás dichos en los que cada una imaginaba una vida llena de emociones y aventuras. Por sus pensamientos no pasaba nube que oscureciera aquella alegría efímera. No obstante, si te subías a un árbol y mirabas al horizonte levantino, se divisaba un negro cúmulo que no auguraba nada bueno.

Tras las intervenciones de Ana y Leon, llegó el momento de reflexión. Un par de minutos en el que vaciaron sus vasos, meditabundos en cada una de las palabras de los trágicos testimonios. Demasiados ataques violentos para una corta fracción de tiempo. "Nada bueno puede venir de esto", pensaba Leon.

27: La Leyenda Sangrienta (#1)Where stories live. Discover now